Casi siempre tenemos quien nos riña. Y nos
da coraje cuando recibimos recriminaciones y críticas, por cariñosas que sean y
aun cuando las sepamos bienintencionadas. Pero cuando uno no tiene quien le
riña, o se separa y se aleja de quien lo hace, en el fondo se queda solo, y en
vez de madurar con el tiempo y las experiencias, se llena de caprichos y de
manías. Los que viven solos y los viejos tienen esa tentación.
Puedes haber salvado a un país entero de
la dictadura y el enfrentamiento civil; pero, si no das autoridad a nadie para
que te señale y recrimine los comportamientos que te separan de la verdad y del
amor, te convertirás en una persona egoísta, ensimismada y ajena a la realidad,
con la que te darás de bruces en el momento que menos esperas.
Nadie somos “dios”, y todos necesitamos
confiar y dar confianza para caminar junto con otros compañeros. Pero caemos
tan fácilmente en enrocarnos en el orgullo, aunque sea mucho más fácil vivir en
humildad.
En el evangelio de esta semana, Jesucristo
mismo nos invita a escuchar la voz de los compañeros en la vida -de nuestros
padres, hermanos, amigos, incluso de nuestros enemigos- su propia voz. La vida
no tiene marcha atrás y nos jugamos lo que somos y lo que seremos en nuestros
comportamientos y actitudes.
Escucha a quien te quiere y recapacita.
Pregunta con sencillez por lo que haces, para que te respondan con sinceridad.
Tú eres mucho más que los errores que puedas cometer, pero esa actitud humilde
te hará más persona y un cristiano más sincero.