Cuando se piensa puede resultar extraño:
el día que celebramos la concepción de María, Llena de Gracia, leemos en la
liturgia el momento en el que ella concibió a su hijo Jesús. Son dos
concepciones distintas, como es obvio, y, sin embargo, íntimamente
relacionadas, porque María fue concebida llena de gracia para que la Gracia se
hiciera presente en la humanidad a través de Jesucristo, su hijo y el Hijo de
Dios.
Esa es la lógica de la vida, recibir
gracia para poder entregar a los demás una gracia que nos supera. Recibimos la
gracia, el don, el regalo de la sexualidad, que nos permite entregar al mundo
el don de nuestros hijos, que vienen como un regalo. Cuidamos, hablamos,
acariciamos a bebés que nada entienden y, por sorpresa, nos regalan una
sonrisa, signo claro del despertar milagroso de su conciencia.
Cuando alguien tiene una gracia, un don,
es capaz de hacer lo difícil con facilidad, de disfrutar lo que para otros
supone un sacrificio. Cuando alguien tiene una gracia, se alegra al ayudar a
los otros, al alegrar la vida de los demás. Esta es la lógica del don. Cuando
puedes vivir de lo que más te llena, eres un privilegiado; pero aun siendo tu trabajo,
lo sigues viviendo como un don.
María, en el centro del Adviento, es signo
de que toda nuestra humanidad es un don, con el que nos alegramos de poder
donarnos. Es el sueño de una humanidad llena de gracia, alejada de todo mal,
que nos permite mirar al futuro con ojos de esperanza. Sin darnos cuenta, como
ocurre con todo lo importante, al mirar a la Llena de gracia, vemos el futuro
de lo que anhelamos y deseamos ser. Contemplar a María es poner el corazón en
lo que Dios quiere que sea nuestra humanidad.