Me
dices, Rudy, que no te gusta rezar, y me extraña porque la oración es el
momento de nuestra vida en el que más libertad y amor vivimos. Quizás es que no
le encuentres sentido a repetir una oración muchas veces, o a leer páginas de
libros con palabras tan antiguas que no entiendes. Pero rezar es otra cosa.
Rezar
es entrar en el fondo de uno mismo, en el hondón de tu persona, donde nadie de
este mundo puede entrar, y allí descubrir que Dios Padre te estaba esperando
para darte un abrazo que te reconcilia y te cura de todas tus heridas, donde te
muestra su amor y te da alas para poder vivir en libertad. ¿Cómo no te va a
gustar esto?
Rezar
es pasar la vida ante la mirada misericordiosa de Dios, que nos llena de paz y
de luz. Comienza por ahí. Cuéntale al Señor todo lo que te pasa, dile tus
afanes y tus logros, tus problemas y tus pecados. No tengas miedo de reconocer
ante Él lo que no reconoces ante nadie, y a ti mismo te cuesta ponerle nombre.
El Señor te ama incondicionalmente, y sin ninguna condición te abraza. A Él
puedes confiar tu egoísmo y cobardía, las veces que has usado a las personas a
tu antojo y las veces que has hecho daño, cuánto prefieres tu propia
comodidad a amar de verdad a los que te rodean. Mientras más sinceros somos en
esa oración tanto más va sanando nuestra alma, como si se purgara.
Esa
oración te dará una intimidad con el Maestro que vale más que el oro puro. Tu
espíritu parecerá que se ensancha, que se esponja, que se llena de luz. El
cristiano verdadero irradia alegría y luz en toda su vida. A Jesús, un día que
rezaba con sus discípulos, el rostro se le iluminó y sus vestidos blancos como
la nieve; así al acercarnos a Él encontramos la luz.