Estamos acostumbrados a que la publicidad
de cualquier cosa nos la venda más grande, más tecnológica, con más virtudes de
las que de verdad tiene. Sin que sea “publicidad engañosa”, se exageran los
aspectos buenos silenciando los puntos débiles del producto publicitado.
Aquello del 99.99 euros, para no pasar la barrera sicológica de los 100, es un
clásico. Por muy lúcidos que nos creamos, siguen engañándonos como a niños.
Pero una cosa es no caer en la publicidad
engañosa, y otra bien distinta es poner las exigencias más radicales de tu
propuesta sin ambages, sin disimulos, con crudeza realista que llama a
sorpresa: “quien no carga con su cruz y me sigue no puede ser discípulo mío”;
“quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”; “quien no
pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y sus hijos, no puede ser
discípulo mío”…
Jesucristo no quiere engañarnos; Él sabe,
y quiere que comprendamos, las limitaciones de nuestro corazón y nuestra
voluntad; que somos frágiles, nuestros razonamientos inseguros y nuestra
voluntad voluble; que sólo teniéndolo a Él como guía y maestro podemos vivir la
plenitud de la vocación a la que somos llamados, la plenitud del amor.
Jesucristo no quiere edulcorarte los aspectos duros y difíciles de nuestro
mundo. Te afronta para que afrontes con madurez lo que de verdad quieres.
“¿Quieres vivir la autenticidad de ser
persona?, ¿quieres vivir con realismo y humildad tus debilidades; y aspirar con
dignidad a vivir con justicia y solidaridad? (…) Sígueme, poniendo en mí tu
confianza, toda tu confianza; no te defraudaré.”
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