Hay cristianos a quienes les resulta incómoda la
dimensión profética de la fe. Uno puede hablar en la homilía de la misa sobre
las virtudes personales que deben acompañar a la vida cristiana, o sobre la
experiencia íntima de la fe, o sobre la prudencia a la que nos invita el
evangelio…, y su rostro siempre es de escucha atenta y de aprobación. Pero si
se habla de la injusticia estructural de nuestro mundo, del cambio que están
reclamando con sus sufrimientos los pobres, de la opresión y el latrocinio de los
poderosos… su rostro se encoge, el entrecejo se les frunce y comienzan a pensar
que para escuchar sobre política no vienen a la Iglesia.
Otros por el contrario se encuentran muy a gusto cuando
se critica el poder y la injusticia de los más ricos; sus posturas políticas se
ven alentadas y se sienten reconocidos en sus ideas y convicciones. Pero dejan
de prestar atención cuando se habla de la dimensión trascendente de la fe,
sobre la vida eterna, sobre la llamada a una Vida plena que Dios Padre hace a
todos sus hijos después de esta vida. Les parece que hablar de la otra vida es
dejar de prestar atención a la historia presente.
Las dos dimensiones de la fe son necesarias, e incluso,
podríamos decir, solidarias una con otra. Porque la gloria de Dios es que sus
hijos tengan vida, que los pobres puedan vivir con dignidad verdadera; quien ve
el sufrimiento de los pobres y escucha la voz de Dios no puede sino acoger el
compromiso profético de la fe; y quien ve el sufrimiento extremo de los pobres
y tiene en su corazón el amor de Dios, no puede sino confiar en que la bondad
de Dios les regala la Vida que aquí se les negó tan injustamente.