Ciencia con paz (Lucas 19, 1-10),
comentario al Evangelio del domingo 3 de noviembre de 2019.
La segunda exigencia de quien quiere
educar a otro es la paciencia; el primero es, indudablemente, querer el bien
del otro. “Paciencia” que, por mera asociación de ideas, parece que se compone
de paz y de ciencia, y que ciertamente son dos condiciones del buen educador.
El significado de la palabra “ciencia” no
siempre ha sido tan restringido como ahora. Hace unas cuantas décadas, en
algunos contextos, era sinónimo de sabiduría práctica para realizar una tarea
difícil. Ser un buen educador requiere conocer el temperamento de las personas,
sus capacidades, qué es lo que les bloquea y qué es lo que les motiva, cuáles
son sus intereses y cómo ir abriéndolos a un horizonte más amplio en su
existencia. Para educar a las personas se necesita mucha ciencia; y también paz
y serenidad –que muchas veces será auto-control--, para esperar el momento
oportuno en que intervenir, para corregir en la medida adecuada, para animar
sin caer en la condescendencia facilona, para exigir que la persona dé lo mejor
de sí mismo.
Los padres y los profesores, los
catequistas y los educadores sociales necesitamos mucha de esa paz y de esa
ciencia, de esa ciencia con paz. Y es en nuestra vida personal donde podemos ir
a aprender una cosa y otra. Sólo tenemos que atender a la paciencia que ha
tenido y tiene Dios con nosotros, con nuestros errores y pecados; fijarnos en
su manera de motivarnos y de impulsarnos. Dios, amigo de la vida, siempre nos
corrige poco a poco para nuestro bien. Jesucristo, reflejo de su ser, fue tan
buen educador que de unos aldeanos de Galilea hizo testigos de la misericordia
misma de Dios.
Gracias, Señor, por tu paciencia.