Hay un famoso cuadro de Murillo que se
titula “Las dos trinidades”, en el que se representa en la parte superior del
cuadro a Dios Padre con la bola del mundo en las manos mirando hacia abajo,
donde se encuentran el Espíritu Santo y su Hijo, Jesucristo, con una edad de 8
ó 9 años, que está en el centro de toda la escena. A los pies de Jesucristo, su
Madre, María que, como Dios Padre, lo mira con arrobamiento, y San José, que
nos mira a nosotros penetrantemente. La Trinidad del cielo y la de la tierra se
unen en el lienzo. Jesús es quien une cielo y tierra en su propia persona. La
armonía y el amor y la mutua entrega de la Trinidad celeste se dan también en
la Trinidad de la familia de Nazaret. En las dos, cada una de las personas
considera a las otras más importantes y dignas de respeto y consideración. En
las dos, todos buscan entregarse por la salvación del mundo.
La verdad luminosa (dogma lo llaman) de la
Trinidad nos habla mucho de nosotros mismos, del anhelo profundo que tenemos de
entregarnos a quien se nos entrega para no ser dos, sino uno en el amor; de la
dinámica creativa que tiene siempre el amor cuando es verdadero, una
creatividad que se manifiesta en los hijos y en su cuidado, y en el deseo
profundo de los padres de que sus hijos crezcan hacia el bien. La Trinidad en
la tierra se llama amor de familia, y amistad en los momentos difíciles; se
llama justicia social, y democracia participativa; se llama colaboración en el
trabajo, y asociacionismo por el bien común; se llama comprensión y respeto al
distinto, y deseo de compartir con los otros lo mejor que tenemos.
¡Cuánto tenemos que intimar la gloria de
Dios para que nuestras vidas sean signo del amor trinitario que se nos ha
entregado!