Durante siglos y siglos, el hombre se
había considerado criatura de Dios en medio de las otras criaturas. Reconocía
que su vida estaba sometida a los procesos naturales, y que el nacer, el vivir
y el morir eran momentos inseparables de la vida. La experiencia de la muerte
era tan cotidiana que su sombra sobre cada persona siempre estaba presente.
Pero con el humanismo moderno, con el avance de la medicina y con el
alejamiento de la enfermedad, la vejez y la muerte a espacios fuera de la vida
cotidiana, nuestra conciencia de la finitud de nuestra vida es como si se
diluyera.
La experiencia de la pandemia nos ha
devuelto a esa realidad cierta –aunque se nos ha seguido privando de las
imágenes más crudas y realistas de la tragedia-. Tenemos una vida y sólo merece
la pena vivirla entregándola a quien lo merece y cuidando la vida de los más
débiles. Todo lo demás es humo que se disipa y no tiene consistencia.
Cuidar a los nuestros, cuidar la
naturaleza, cuidar de los más pobres; entregarnos, con sencillez, amando a los
demás como Dios mismo nos ama y se entregó por nosotros: esto significa ser
cristiano, a esto nos llama nuestro bautismo. “Por el bautismo fuimos incorporados
a la muerte de Cristo para resucitar a la vida nueva en Cristo” –nos dice
san Pablo en la segunda lectura. Por eso cada día debemos acabarlo
preguntándonos a quién hemos amado, qué vida hemos cuidado, que entrega de
nosotros mismos hemos podido hacer. Y también, quién nos ha amado, quién nos ha
cuidado, quién ha entregado su vida para darnos vida… Qué alegría de tener vida
para poder entregarla.