Jesucristo decía a veces cosas que
llenaban de sorpresa a quienes las escuchaban. Aquellas personas eran además
personas humildes y sin estudios: jornaleros, pescadores, obreros, mujeres y
hombres del pueblo. Pero se sorprendían porque lo entendían con la perplejidad
con que se entienden los misterios de la vida.
Llamó a muchos para que estuvieran con él
en la vanguardia del tiempo nuevo que estaba irrumpiendo; y esta llamada la
experimentaron como un don. A muchos les regaló la salud, y a muchos más la experiencia
íntima de reconciliarse consigo mismo en las frustraciones y heridas del alma
que los estaban ahogando; y este don los capacitó para dar las gracias a
corazón y sonrisa abierta. Y llegó una tarde que les anunció un don
que ni podían imaginarse, que desbordaba todo lo que pensaban y esperaban: «Yo
soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para
siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.» Jesús
pasaba de ofrecerles dones concretos a ofrecerse él mismo como don. Un
ofrecimiento tan sorprendente y comprometedor que muchos dejaron de seguirlo.
En la última cena hizo aquel anuncio
realidad, una realidad de promesa y de esperanza. Quien con fe come el pan de
la eucaristía sabe que el Hijo de Dios mismo viene a él para regalarle el
perdón que necesita, la fuerza para amar cuando flaquea, la paz interior sin la
que no puede avanzar. El pan de la eucaristía nos regala caminar con Él, desde
donde estemos y sea cual sea nuestra situación. El pan de la eucaristía es
radiante promesa de una vida plena a la que nuestra vida está necesitada y
abierta. Es un pan que muestra que todo es don de un Dios Padre, rico en
misericordia.