Podemos imaginarnos a Jesús, ya como
hombre maduro de más de 30 años, yendo hacia el Jordán para simbolizar su paso
a la vida pública de manos de Juan el Bautista, el último de los profetas. Pero
no fue así. La experiencia del bautismo significó para Jesús una novedad,
podríamos decir que una sorpresa. No fue algo premeditado, sopesado,
controlado. Tan de sorpresa le pilló que después tuvo que ir al desierto 40
días a asumir personalmente la misión que allí se le había entrañado.
La vida espiritual es así. Dios no espera
a que estés maduro, a que lo tengas todo claro. Te llama, te inunda con su
presencia, te hace ver la hermosura de la misión y, después, deja que lo
madures y lo asimiles, y veas cómo tienes que ir respondiendo a su llamada.
Vio que el Espíritu de Dios bajaba como
una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: «Este
es mi Hijo amado, en quien me complazco».
“Tu Espíritu se ha posado sobre mí y
permanece en mí. Pero, ¿qué significa que soy tu Hijo amado?, ¿cómo tengo que
vivir a partir de ahora?, ¿qué camino es el que tengo que asumir para mostrar
que siendo Hijo del Padre soy Hermano de todos para rescatar a muchos? ”
La llamada que Dios nos hace no nos
pertenece, somos nosotros los que le pertenecemos a ella porque le pertenecemos
a Dios. Cada día somos arrostrados por un Dios que nos intima para que vivamos
en el viento de su llamada y nuestra misión. Esto es ser hombre, ser mujer, ser
Persona.