Juan, el Bautista, era un antiguo;
perdónenme que lo diga, así, con trazo grueso. Juan guardaba el perfil de los
profetas antiguos; vivía una vida ascética, rehuía las ciudades –donde se daban
cita la corrupción y el vicio--, se permitía encarar e interpelar moralmente a
los más relajados de la sociedad de su tiempo. Su denuncia de la corrupción de
moral sexual de Herodes lo llevó a la muerte. Su familia tenía cierto “viso”,
su padre era sacerdote y oficiaba por turno en el Templo de Jerusalén. Pero era
un antiguo de los buenos, de los coherentes a carta cabal, de los que no se
“casan” con el poder, ni se arriman al sol que más calienta, de los que tratan
al pobre y al rico con la misma actitud de sinceridad y de respeto; de los que
buscan sinceramente la voluntad de Dios en su vida y se ponen
incondicionalmente a su servicio.
Lo más grande que hizo Juan fue descubrir
y señalar a Jesús, el de Nazaret, un aldeano sin estudios, como el enviado de
Dios. Y esto, a pesar de que Jesús (perdónenme de nuevo la simplificación), era
demasiado moderno para sus criterios. Jesús en vez de retirarse al desierto iba
de ciudad en ciudad; en vez de mostrarse ascético y distante, gustaba de
dialogar y reír entre la gente; en vez de recriminar y reñir, en cuanto veía la
actitud de arrepentimiento de una persona la acogía, la perdonaba, restañaba
sus heridas y la devolvía sanada a su vida. Interpretaba la ley del descanso
semanal de forma flexible, y hasta defendía a adúlteras, publicanos y
prostitutas. Todo esto hizo dudar a Juan, que mandó a preguntarle si él era el
que tenía que venir o teníamos que esperar a otro. Jesús le respondió con lo
esencial del evangelio: “Mi misión es que los cojos anden, los ciegos vean, que
las personas recuperen su dignidad y que a todos se les anuncie la esperanza de
que Dios es Padre de Bondad”.
¡Pero hay tanto orgullo vano que nos
impide mirar lo esencial…! Nos dividimos, nos criticamos y el Evangelio, sin
anunciar.