Aunque pueda ser sorprendente la evangelización de China
comienza antes que la de Alemania o Polonia, a través, según parece, de unos
monjes nestorianos alrededor del año 600. Estos monjes nombraron al
cristianismo, para facilitar su identificación en un continente tan diverso
culturalmente, como la “religión de la Luz”. Cristo es la Luz del mundo y toda
la creación comienza haciéndose la Luz. También los cristianos estamos llamados
a ser “sal de la Tierra y luz del Mundo”.
Hay personas luminosas, muchas. Personas que, por donde
quiera que van, irradian paz y bienestar; personas que buscan la palabra
oportuna para hacer sonreír, y que gustan de ayudar al otro. Es
verdad que todos tenemos nuestros malos momentos y nuestras debilidades,
nuestras obsesiones y nuestros puntos flacos, pero no hemos de juzgar a nadie
por ellos.
Hay también personas, menos, que buscan poner luz donde
más sombras hay. La injusticia, el sufrimiento de inocente, los abusos hacia
los débiles, la experiencia de sinsentido de la existencia… son interpelaciones
que resuenan en su corazón y a las que tienen que responder. Hacen de las
causas justas, sus propias causas, y en esto encuentra verdadero sentido su fe.
Después tenemos los que llenos del amor y de la luz de
Dios contagian su misericordia y su alegría a los desconsolados y a los
tristes; y no sólo se entregan ellos a construir un mundo más humano, sino que
saben que es Dios mismo quien lo impulsa, y anuncian esa buena nueva a todos,
para que todos puedan dar un paso hacia el amor en su vida, y entre todos
construyamos la Ciudad de Dios. Esos, que algunos les llaman santos, son los
verdaderamente imprescindibles.