“Otras veces habíamos escuchado ese silencio
entre palabra y palabra, entre frase y frase de Jesús. Es muy raro que en un
grupo grande de campesinos y pescadores no haya ninguno que diga algo, o se
vaya… Cuando ponía entre la espada y la pared a los fariseos que nos desprecian
a los pobres y a los trabajadores, o cuando acusaba a los saduceos y a los
herodianos, también se cortaba el silencio y la expectación. Pero aquella vez
fue distinto, ni a toser se atrevía nadie.
La brisa en las hojas de los árboles y el
canto de los pajarillos hacían aún más sonoro el silencio; nuestros espíritus
en vilo y nuestros ojos pendientes de sus ojos, de sus labios, de su rostro.
A decir verdad, nos costaba trabajo
entender bien alguna de las cosas que decía, pero después ponía un ejemplo, o
nos contaba alguna parábola y todo adquiría sentido; por eso nadie discutía en
su interior si Jesús tenía razón o no, todos sabíamos que sí; solo nos
preocupábamos por comprender el sentido de sus palabras, la verdad que nos
estaba enseñando.
En nuestro interior sentíamos a la vez
inquietud y paz, alegría y esperanza, deseos de abrirnos a la grandeza del
Todopoderoso y gozo por estar delante de aquel nazareno, que era uno de los
nuestros, y que así nos hablaba…
Bienaventurados
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos, y en su
pobreza pueden encontrar más luz y más gozo que en todas las riquezas del
mundo.
Bienaventurados
los misericordiosos que se compadecen de sus hermanos necesitados, porque cada
día se verán rodeados de la misericordia de Dios que los protege y que endulza
más que la miel, y porque se llenarán de una luz que no pueden imaginar.