El encuentro con Jesucristo hace que todas nuestras ideas
y nuestros conceptos se revolucionen. Su vida y su mensaje son de tal
originalidad humana que nuestras costumbres y tradiciones, empolvadas de tiempo
y rutina, palidecen. Todo lo nuestro hemos de entenderlo desde Jesús; y cuando
intentamos hacer lo contrario, cuando queremos reducir a Jesús a nuestras
categorías y esquemas mentales, no logramos entender nada.
“Despliegue de fuerza”, “poder de extraordinaria
grandeza”, “plenitud que lo llena todo”… Estos son algunos calificativos que la
Carta a los Efesios reserva para describir a Jesucristo. Sí, a Aquel que murió
en una cruz a manos de sus enemigos sin hacer daño a nadie, sino habiendo
sembrado perdón y compasión por donde quiera que iba; a Aquel que creyeron
vencer y aniquilar.
Claro está que su poder no es de imponerse por la fuerza,
sino de interpelar nuestra libertad, y lo más profundo de nuestra humanidad, a
vivir en coherencia con lo que somos; y su fuerza no es fuerza bruta, ni
militar, ni de aniquilar o someter, es fuerza para sanar y restañar, para
levantar la esperanza y suscitar amor entrañable; y su plenitud no la consigue
a costa de rebajar o humillar a los demás, sino que su plenitud es que todos se
ensanchen y crezcan dando frutos de amor verdadero. ¡Qué difícil y qué
necesario es que nuestras ideas y conceptos se llenen del significado con que
Cristo los vivió!
La ascensión de Jesucristo a lo más alto del cielo, a la
derecha del Padre, es la manera de expresar que el verdadero sentido de la vida
de cada persona está en vivir en comunión con Cristo, aunque aún no lo sepa;
que el significado de vivir, de amar, de ser es en Cristo donde verdaderamente
lo encontramos. Con Él desaprendemos con sabiduría.