Como el cristal que cuanto más limpio, más
deja entrar en nuestro cuarto a la mañana y menos reparamos en él; como el aire
que llena nuestros pulmones, sin que nos demos cuenta, insuflándonos vida; como
la luz que ilumina el rostro de quien queremos, dejándonos ver el resplandor de
su mirada. Así es la “Ruah”, el Espíritu de Dios, cuanto más invisible, más
necesario; cuanto más imperceptible, más eficaz.
El Espíritu de Dios no deja nunca de
trabajar en nuestro mundo. El hace de manos, y pies, y labios y voz del Padre y
del Hijo en nosotros. Cada vez que la enfermedad hace más humano a quien la
padece, más agradecido con quien lo cuida, más comprensivo con quien es débil,
con más capacidad de disfrutar la vida que tiene; es el Espíritu quien trabaja
en su corazón para hacer de él mejor persona. Cada vez que un joven siente el
empuje del amor a salir de su propio egoísmo, de su cobardía, de su cómoda y
alienante soledad para ponerse en manos de quien ama… es el Espíritu quien
trabaja en su corazón para que sea fruto en sazón de la vida que lo envuelve.
Cada vez que la indignación por la injusticia, por la mentira o por la
explotación levanta el ímpetu de una persona y le hace gritar y trabajar para
que su tierra sea más humana… es el Espíritu quien alienta su inconformismo y
sus palabras de esperanza.
No hay instante en el que el Espíritu no
nos acompañe aprovechando nuestras virtudes y nuestro pecado para llamarnos al
amor. No hay acontecimiento en que no nos hable al corazón, como el Hijo habló
por las aldeas de Galilea. No hay hermano en quien no podamos acoger su impulso
y su vida. En la oración, también, nos habla y nos fecunda el Espíritu,
desarmando nuestras defensas, alentando nuestro amor.