Un día me dijo un amigo que presumía de no
ser creyente, a pesar de que había tenido una relación de amistad profunda con
otro sacerdote, con Diamantino García: “Vosotros, los cristianos, yo creo
que os centráis demasiado en Jesús; hay muchas otras personas a las que admirar
y que pueden servirnos de inspiración. ¿A qué tanta insistencia en Jesús de
Nazaret?”.
Y parte de razón tenía. Los cristianos
tenemos como centro de nuestra vida y de nuestra experiencia religiosa una
persona, que vivió en un momento de la historia y en un pequeño país del mundo.
Es sorprendente. Más sorprendente aún es que esa persona dijera a sus
discípulos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; quien me ve a mí, ve
al Padre que está en los cielos”. No me digan ustedes que no es un
atrevimiento inusitado. Y, sin embargo, a lo largo de dos mil años de historia,
innumerables personas, desde labriegos iletrados hasta eximios intelectuales,
desde revolucionarios políticos hasta ascetas y místicos, han encontrado
plenitud y esperanza para su vida en la Vida de Jesucristo.
No llenan nuestro corazón los ideales
abstractos con los que soñamos en la adolescencia; ni el amor con condiciones
que podemos entregarnos unos a otros desde nuestra limitada libertad. Estamos
hechos para acoger un amor que nos haga ir más allá, y vivir corporalmente
trascendiéndonos. Ninguna “inmaterialidad de pensamiento” nos puede hacer
feliz. Sólo el abrazo y la comunión, el beso y la compañía, la mirada
comprensiva y la palabra que alienta, la broma amistosa y la declaración torpe
del enamorado, ponen luz en nuestros ojos. Y eso sólo lo puede una persona,
frágil, humana, fraterna, que comparta su pan y vino con nosotros.