El Señor, cuando creó el mundo, quiso que
tuviéramos dos ojos y dos oídos para que supiéramos orientarnos en el espacio y
poder tener experiencia de la profundidad. Las personas podemos mirar la
superficie de las cosas, y también ver lo que las cosas y las situaciones son
en su verdad. Con una mirada, descubrimos lo que está más allá de lo que
vivimos, con otra encontramos el sentido profundo de la vida. Las personas
somos seres abiertos a la profundidad y a la trascendencia de nuestra vida.
En las parábolas, que las lecturas de cada
domingo nos ofrecen en estos últimos días, se nos revela un Jesús que es a la
vez un filósofo, que descubre los dinamismos íntimos de nuestro corazón y de la
vida del pueblo; y un profeta, que invita a confiar con esperanza en la voluntad
de Dios, que hace y hará justicia para defender al pobre. Jesús nos enseña
también a tener esa doble mirada; por un lado, mirar y ver al pueblo sencillo;
por otro, ver y acoger la presencia de un Dios, que es Padre de Misericordia.
Pero sólo tenemos una boca porque nuestra
palabra solo puede ser una. O le decimos sí a la sencillez y la bondad, a la
verdad y a la justicia con toda nuestra vida; o nos vendemos por un puñado de
entretenimiento, de comodidad o de dinero, a la injusticia y al mal. Sólo tenemos
una boca, una vida, con la que declarar quiénes somos y de qué parte queremos
estar. Encontrar el sentido verdadero de nuestra existencia es como quien
descubre un tesoro en un campo, y todo lo vende para comprar ese campo con el
tesoro que ha descubierto.
Para Jesucristo, tú eres ese tesoro por el
que Él lo dio todo, hasta su propia vida. ¿Por quién estarías tú dispuesto a
entregar tu vida?