Las parábolas del Evangelio nos remiten al
Jesús más primigenio y original. Cercano a su pueblo, hablando con sus palabras
y sus experiencias, anunciando una esperanza tan deseada como necesaria,
mostrando a los sencillos el camino nuevo que él mismo estaba transitando en
comunión profunda con el Padre.
Las parábolas saben a brisa de los campos
de Galilea, huelen a la sal de los puertos fenicios de Tiro y Sidón, evocan las
piedras en las que se sentaban los pobres de Israel a escuchar al profeta que
les predicaba. Unos lo escucharían con ansia de verdad, otros con la suspicacia
de quien teme encontrarse con un mero charlatán.
Pero las parábolas interpelan a todos. En
la sencillez de su lenguaje a todos nos pone frente a nuestra propia inmadurez
y pecado, a todos nos sitúan frente a la llamada radical de Dios a vivir de un
modo nuevo.
Las parábolas nos hablan de una religión
que no quiere convertirse en ley, sino en invitación; de una experiencia de
Dios que no busca definirse en frases estereotipadas, sino que abre a una
esperanza siempre nueva. Las parábolas no nos dicen qué, en concreto, debemos
hacer; respetan nuestra libertad de adultos que han de afrontar con
responsabilidad su propia vida. Y sin embargo, siempre dejan el ánimo en
búsqueda, en el reconocimiento de tanto como nos falta para vivir en
autenticidad. Se exponen a ser manipuladas, a que se las apliquemos a los otros
antes de pensarlas para nosotros mismos, a reducirlas al horizonte de nuestra
ideología. Pero el Padre de Jesucristo es así: invita con un amanecer,
interpela con la presencia de quien sufre, consuela con una oración, abre
nuestros oídos con una parábola.