En
la tierra como en el cielo (Mateo 5, 1-12), comentario sobre el Evangelio
del domingo 1 de noviembre de 2020.
Hace ya muchos años, estaba yo de diácono en San José de la Rinconada, Antonio, un hombre muy bueno, muy cercano a la parroquia, pero con severos problemas mentales, me comentó que habían intentado que entrara en una iglesia evangélica: “Dicen que, si voy con ellos, en el cielo tendré caballos y todo lo que me guste. Pero eso cómo va a ser, si yo tengo caballos, alguien tendrá que cuidar las cuadras. Y volvemos a que haya señoritos que lo tienen todo y jornaleros que no tienen de nada. ¿Cómo va a ser eso el cielo?”. La perspicacia y la ingenuidad de Antonio lo hacían comprender lo que muchos no alcanzan.
Nuestros afanes por poseer, por ser más que los otros, nuestros odios y rencores, nuestras superficialidades y obsesiones, desaparecerán. Nuestra necesidad de acogida y de perdón, nuestra necesidad de amar y ser amado, la exigencia de claridad y de justicia que sentimos, se verán plenamente colmadas. Amor sin posesión, acción de gracias sin sombra, contemplación continua de la bondad de lo creado y del Creador. Eso tendrá que ser la bienaventuranza en el cielo.
La bienaventuranza en la tierra es parecida: la alegría sencilla de quien disfruta de la bondad de lo creado; la alegría serena de quien goza más en el dar que en el recibir; desear de corazón que todos podamos tener una vida cumplida donde expresar lo que llevamos dentro; la alegría de compartir y compartirnos con los que queremos y con los más pobres; contemplar continuamente la bondad de lo creado y del Creador, unidos a Jesucristo, impulsados por su Espíritu.
Y para ir haciéndolo realidad: trabajar y amar; trabajar sencillamente con los dones que se nos han dado; y amar con sinceridad a Dios y a los hermanos.