Inmigrantes (Lucas 4, 21-30)
En nuestras relaciones con los demás,
también en la comunidad cristiana, normalmente todo va bien hasta que se
pronuncia alguna palabra inconveniente. Hay reuniones familiares o de
amigos en los que se tienen autoimpuesta la censura de hablar de fútbol,
de religión o de política. El encono de las posturas llega al extremo
de que si se saca ese tema tabú, al comienzo todos participan animadamente y al cabo de un rato llegan al insulto, a la descalificación personal y a que alguien se vaya enfadado a su casa.
En la sinagoga de Nazaret, Jesús tocó ese tema y unos cuantos
estuvieron a punto de tirarlo por un barranco; el tema en aquella
reunión era el de la dignidad de hijos de Dios de todos los inmigrantes y
extranjeros (si no lo crees lee Lucas 4, 21-30).
La afirmación de
la dignidad de hijo de Dios de los extranjeros –de otro color, de otra
cultura, de otra religión, pobre y necesitado- nos obliga a creer en un
Dios Padre más grande que nuestras costumbres y prejuicios. Y, por ello,
en cómo los acojamos se define la calidad de nuestra fe.
Si nuestra
fe en Dios ha degenerado en religiosidad que se agota en la identidad
grupal o familiar, en un buscarnos entre nosotros para satisfacer
nuestras necesidades de amistad, fiesta y rito, en reafirmar nuestras
ideas y formas de vida… hemos perdido la fe; ya es otra cosa; ya no es
encuentro renovado con el Resucitado.
Los grupos de parroquia y las
hermandades suelen acoger poco a hermanos de otra cultura, de otra raza;
no suelen ser cauce de encuentro con el distinto. ¿Será porque hay poca
fe?