El signo de la tenacidad (Juan 21,1-19)
Nuestra vida personal nos
demuestra una y mil veces que lo mejor de nuestra vida no procede de
nosotros mismos, que somos capaces de lo peor en cuanto nos despistamos.
Siempre la bondad y la belleza, el amor y la gracia vienen a nuestra
existencia como un don, como un regalo. Pero, ciertamente, hay que estar
donde hay que estar para recibirlas. Las oportunidades sólo son tales
para quienes están abiertos a acogerlas y para quienes se mantienen firmes cuando todo se pone en contra.
En la primera Iglesia, Pedro personifica esas dos condiciones, sabiendo
de sus fragilidades –patentes en las negaciones durante la pasión- se
muestra, en los momentos trascendentes, abierto a la novedad del
Espíritu, y tenaz en los desalientos y sinsabores. Si por su predicción
le viene la persecución de las autoridades judías, se mantiene firme; si
en su labor evangelizadora no obtiene el resultado deseado, se mantiene
constante. Su firmeza, su constancia y su renovada valentía hacen que
Pedro sea signo para la comunidad naciente de acogida de la vida nueva
de Jesucristo.
Nuestras comunidades cristianas han de tener,
también, el arrojo de salir de los muros de la parroquia para anunciar,
con obras y palabras, la buena noticia de Jesucristo. Quizás nuestra
labor sea difícil y, en muchos momentos, nos parezca infructuosa. Hemos
de mantenernos constantes en el afán de anunciar a Jesucristo, de hacer
retroceder la injusticia y la mentira, de que todos acojan la fe. Los
que son tenaces y constantes, los que están dispuestos a renovarse para
cumplir la misión, esos son los verdaderamente imprescindibles.