Tener misión (Juan 20,19-23)
La fe en Jesucristo es esencialmente
misionera. La persona que vive en verdadera intimidad con Cristo siempre
siente en su interior una llamada que la rejuvenece y llena de sentido
su vida. Nuestra vida se nos aparece superficial y vana, adolescente,
hasta que encontramos el sentido que hemos de dar a todo lo que hacemos.
Toda misión es una responsabilidad, un encargo y, en cierta medida, una
carga. Podemos cargarla sin convicción, como una imposición. Pero,
cuando la acogemos como la misión con que Jesucristo nos inviste, viene
siempre acompañada del impulso de su Espíritu. La misión a la
paternidad, a la maternidad, a la solidaridad, a construir la justicia, a
luchar por los más desfavorecidos, a anunciar su nombre a quien no lo
conoce, todas vienen acompañadas por una presencia personal del
Espíritu, que nos dinamiza y nos hace vivir en camino.
La misión más
radical y hermosa que podemos recibir es la de anunciar a Jesucristo en
todo lo que hacemos y vivimos, con todas nuestras palabras y acciones.
Jesucristo es la riqueza más grande que tiene la humanidad. Con Él todo
adquiere sentido; con Él todo encuentra su justo lugar; con Él cada
persona está siempre en el centro; sin Él todo acaba en desorden,
enfrentamiento y corrupción. Catequesis, Cáritas, Liturgia, Pastoral de
la Salud, Movimientos de jóvenes y niños, Grupos Devocionales, Pastoral
obrera y de solidaridad… todo en la Iglesia adquiere su verdadero
sentido al vivirse como misión del Espíritu a que anunciemos del nombre
de Jesucristo, nuestro hermano, nuestra salvación.