“Sentía que, yo misma, era un error”, así hablaba una mujer que sufre una discapacidad y con una vida difícil, sin padre y sin madre, sin familia con la que sentirse única y especial. Veinte años, y se sentía prescindible para todos, un error de la naturaleza. “Lo que me devolvió la conciencia de dignidad personal fue la experiencia de fe; saber que en medio de todo lo que me pasaba, Dios tenía un plan para mí, una misión a la que responder”.
Nada hay tan desestructurante y desestabilizador como esa sensación de nada y de vacío en el fondo de nuestro corazón. Por eso Jesús quiso hacerse pan, para llenar con su amor y con su dignidad el vacío del corazón de cada hombre, de cada mujer, en cualquier circunstancia y dificultad.
Nunca somos dignos de recibir a Jesús en nuestro cuerpo y en nuestra vida, tan marcada por el egoísmo y la debilidad. Es al recibir el pan de Jesús cuando acogemos el regalo de la dignidad que Él nos entrega.
Una niña que ha hecho este año su primera comunión decía: “El pan de la misa no sabe a nada, pero me pongo tan contenta al recibirlo…”. Y es que el pan de la eucaristía es el regalo que Dios nos hace de la dignidad de ser hijos suyos, el regalo de ser compañeros de Jesucristo. Compañero viene, precisamente, de con-panero, con quien se comparte el pan.
Jesús con el pan de cada eucaristía nos regala la dignidad de ser hijos de Dios, la reconciliación en nuestras debilidades e incoherencias, la alegría de sabernos acogidos entre sus amigos, de tener la misión de ser sus testigos y de construir un mundo que se parezca cada vez más al Reino definitivo de justicia y paz.