Identificamos las experiencias del Espíritu con momentos llenos de luz, sin sombras que los entenebrezcan, con situaciones de armonía y equilibrio personal, que nos hacen vivir sensiblemente momentos de alegría personal. Y no siempre es así.
A veces, el Espíritu hiere nuestro orgullo y quema nuestras seguridades para que estemos más disponibles a la voluntad de Dios. El Espíritu nos hace pasar por la muerte para que podamos encontrar la vida. En el bautismo, el Espíritu ahoga nuestro hombre viejo para que renazcamos como niños a la novedad de la Vida. Toda muerte del hombre viejo se produce con miedo y con dolor. Como los adolescentes varones que, cuando van a crecer unos centímetros para ir convirtiéndose en adultos, pasan por unos días en los que la fiebre los deja postrados en la cama, sin causa aparente.
El Espíritu hincha las velas de nuestra barca, y con su fuerza hace crujir las maromas, y la madera del mástil y la botavara. El barco avanza, y todos se alegran por el movimiento que anuncia nuevas aventuras, pero todo tiene que estirarse quejándose sonoramente.
Pero no te importe, que crujan tus sentimientos y salten por el aire las legañas de tu vida. La vida es dejarse llevar por un Espíritu que nos lleva a recorrer nuevos puertos, a abrir nuevas rutas. Sólo quien sólo hace lo ya sabido comienza a envejecer. Y los bautizados hemos de ser siempre el hombre nuevo del que habla Pablo de Tarso –éste sí que rejuveneció hasta hacerse anciano-.
¡Ven Espíritu divino! Impulsa nuestra vida hacia una mayor entrega. Nuevos caminos de solidaridad y de justicia iremos abriendo con tu fuerza. Nuestra fe y nuestro amor se renovarán, para dar más fruto, para darnos más nosotros.