Corrían los años de la dinastía de los Xiao del sur, sobre el siglo octavo de nuestra era, Liang, funcionario real, complacía grandemente al emperador por lo concienzudo e inteligente de su trabajo de recaudación. Ciertamente era un hombre inteligente. Pero a esa cualidad no la acompañaba la humildad, ni la comprensión, ni siquiera el respeto por los demás. Quien se acercaba a él siempre recibía un desplante con el abanico cerrado y una palabra de desprecio. Tempranamente llegó la hora de la muerte al altivo funcionario y los familiares pidieron al emperador unas palabras para poner sobre su tumba. El emperador conocedor del talante del funcionario les escribió cuatro palabras: 恃才傲物 (chi cai ao wu). En las que, reconociendo su valía, venía a denunciar eternamente en su propia tumba, su altivez y soberbia. Un regalo envenenado para la eternidad.
La verdadera inteligencia siempre es humilde. Humilde por el reconocimiento de nuestras limitaciones; humilde por estar siempre dispuesta a seguir aprendiendo; humilde ante la inmensidad de la vida y del amor de Dios. Sólo los que viven en pobreza y humildad conocerán los misterios más importantes de la vida. Los engreídos y orgullosos podrán aparecer como sabios y eruditos durante un tiempo, igual hasta su propia muerte; pero la eternidad sabrá devolverles a la tierra de la que salieron.
La verdadera humildad se conoce por el trabajo constante, paciente, abnegado, que no se contenta con los logros ya obtenidos sabiendo que el camino que queda por delante es grande; consciente que la llamada de Dios no cesa.