Bian, el humilde carretero del Marqués de Huang, estaba tallando la rueda de un carro mientras su señor leía un libro. “¿Qué lee mi señor”, le pregunta; “la sabiduría de los antiguos”, fue la respuesta del señor Huang. “Ah¡ Entonces está leyendo la escoria de los que ya han muerto”, espetó sin contemplaciones el carretero. El Marqués de Huang, visiblemente enfadado le pidió explicaciones si no quería sufrir un castigo por su impertinencia. El carretero se la dio: “Juzgo según mi experiencia. Cuando tallo una rueda y ataco con demasiada suavidad, el golpe no mella. Cuando ataco demasiado fuerte, rompe la madera. Entre fuerza y suavidad, la mano encuentra, y la mente responde. Es una pericia que no puedo expresar con palabras, que no pude transmitir a mis hijos. Lo que los Antiguos no podían transmitir se lo llevaron consigo en la muerte”.
Las verdades importantes de la vida sólo pueden insinuarse con parábolas o, de manera privilegiada, mostrarse con el testimonio. Nadie aprende a vivir por las palabras del otro; si el otro nos enseña el misterio de la vida es porque pone su mano en la nuestra y nos adentra por los caminos de las verdades más plenas. No tenemos ni guías, ni maestros; podemos tener maestros compañeros, guías compañeros, que comparten el pan cotidiano con nosotros.
Jesucristo no fue un sabio oriental que insinuó con parábolas los secretos de la historia. Es el testigo fiel que con su vida, su muerte, su resurrección y su eucaristía nos acompaña a desvelar el tesoro y la profundidad que la vida tiene para cada uno de nosotros. Lo que no es vivido, son sólo palabras huecas.