El arte más difícil de aprender y practicar es el arte de amar. El amor requiere práctica y esfuerzo, sentido de autocrítica y renuncia a uno mismo y sus ideas. A amar estamos aprendiendo toda nuestra vida. Y, a pesar de esto, el amor es un don que se nos regala sin que nosotros nunca sintamos que lo merecemos.
Durante la infancia el amor se confunde con la dependencia, el niño quiere a aquella persona de la que depende, la que colma sus necesidades o caprichos… ¡Cuánto nos dura esta inmadurez! En la adolescencia el amor tiende a confundirse con la admiración: amamos a quienes admiramos, y para ello mientras más lejos e inalcanzable esté la persona idealizada mejor, menos se aprecian sus defectos. Por eso es tan difícil que el adolescente muestre amor por quien, tan cercano y próximo, le sirve el desayuno cada día. Conforme maduramos necesitamos sentirnos útiles a los demás, necesitamos colmar nuestras ansias de protagonismo sintiéndonos imprescindibles, insustituibles, irreemplazables. Así nos reconciliamos con nuestras limitaciones y defectos. Ya sé que no soy lo que querría ser, pero al menos para los míos soy necesario… ¿Es esta madurez verdadera?
El maestro en el arte de amar es Jesucristo. Y Él nos muestra que amar no es necesitar, ni idealizar, ni cargarse de responsabilidad. El amor es dejarse conducir por Él; a veces cortando amarras para acompañarlo; otras enraizarse al lado de quien necesita nuestra presencia. Unas veces con dureza de palabras que talen ramas secas; otras con nueva dulzura que invite a abrirse al impulso de la vida. Amar es dejarse amar por Cristo cada día; vivir nuestro bautismo, muriendo con Cristo a nosotros mismos, cada día, resucitando con Él, cada día, a la Vida.