Los
pobres en el Evangelio tienen nombre propio: Bartimeo, el hijo de Timeo; Simón
de Cirene; Lázaro… Y si no tienen nombre propio se les llama, como siempre se
ha hecho con familiaridad en los pueblos, con el nombre de la aldea de origen: “el
de Gerasa”, “la de Naín”, “la de Samaría”, “la de Magdala”. Los pobres tienen
nombre propio porque Dios nos mira a cada uno personalmente, con nuestra
historia y nuestras limitaciones, con nuestras posibilidades y nuestros sueños,
porque respeta nuestra intimidad y nuestros anhelos.
“¿Qué
quieres que haga por ti?”, le pregunta Jesús a Bartimeo, el ciego que lo
llamaba desde el margen del camino. Y con esa simple pregunta le devuelve lo
que otros le estaban quitando: La capacidad de hablar, de quejarse, de gritar
impulsado por la esperanza ante la situación de parálisis y de esclavitud a la
que la enfermedad lo tenía sometido. ¿Qué quieres que haga por ti?
El
pueblo de Israel, en tiempos de Moisés, respondió a esta pregunta queriendo
salir de la tierra de esclavitud y opresión que significaba Egipto. Querían
vivir en una tierra nueva, libre de opresores y de idolatría. Hoy los pobres
del mundo, en vez de querer crear un mundo nuevo, libre de la manipulación y el
consumismo que nos despersonaliza, libre de las prisas y de la frialdad de
corazón que nos enajena, quieren integrarse en este mundo, tan inmundo a veces.
Desde América, África y Medio Oriente vienen huyendo de las consecuencias más
oscuras que excreta nuestra civilización. En vez de querer ver con ojos nuevos,
buscamos vivir confortablemente en la ceguera. Esto me deja perplejo.