Nuestro corazón no sabe de leyes, sino de amor, y de una esperanza siempre abierta a lo que nos trasciende.
Hay veces que nos empeñamos en que el árbol de nuestra vida dé frutos, y como le falta la savia por dentro, vamos a la frutería compramos fruta de temporada y la colgamos de nuestras ramas…, un par de días nos alegra el verlas allí, pero no tardan en estropearse. Nuestro corazón solo sabe de grandes anhelos. No se conforma con una justicia de mínimos, que puede estar bien para las reglamentaciones sociales, pero nuestra vida necesita algo más que ilusiones tasadas.
Cuando comiences un camino mira al horizonte, mira a dónde te lleva; y si aquella visión te llena de anhelo el corazón, inicia la senda poniendo atención a las piedras que te puedas encontrar. Tan importante es mirar todos los días, al amanecer, la luz que baña nuestro destino, como atender el resto del tiempo los recodos que pueden desviarte, los socavones que te pueden hacer caer.
La mediocridad del que reza a Dios y guarda rencor a su hermano; de quien dice con los labios: “te quiero”, pero con los ojos lo desmiente; la ambigüedad de quien acalla su conciencia con limosnas tasadas; del que cree en Cristo pero confía más en su dinero y evita llenarse de su Palabra…, esa hipocresía tiene poco recorrido. A las primeras dificultades lo abandona todo.
Nuestras limitaciones nos harán humildes y autocríticos. Pero nuestro corazón necesita enamorarse del todo, entregarse por entero, vivir en plenitud. Es un tirano que no se conforma con menos.