Difíciles palabras éstas para quien ha sufrido una vejación, una injusticia, un maltrato. Aún más difíciles para quienes los siguen sufriendo: “Rezad por vuestro enemigos”.
Hace mucho tiempo leí un sermón de Martin Luther King a los fieles de su congregación cuando estaban sufriendo cárceles y vejaciones por su lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos. Les venía a decir a aquellos hombres y mujeres sencillos, creyentes, y llenos de dignidad personal: “Los blancos que nos maltratan pueden matar nuestro cuerpo, pero no consintamos que maten nuestra alma; si consiguen que los odiéis, habrán conseguido matarla, porque el odio mata el alma de la persona”.
El odio nos corroe y nos destruye. Y, a veces, guardamos rencor auto-destructivo por una palabra, por una acción que ocurrió hace años. No podemos consentir que el odio se convierta en un cáncer en nuestro espíritu. El calumniador habrá de encontrarse con la verdad que lo denuncie, y el maltratador con la justicia que limite su delito. Y nosotros hemos de colaborar con la verdad y la justicia y, también, de rezar por ellos.
Rezar ¿para qué? Para que abandone su conducta y deje de hacer daño; para que reconozca su pecado y cambie de forma de pensar; para que la vida le haga bajar de su orgullo y, desde la humildad, se vea rodeado de una bondad que lo convierta.
No hay otra medicina para la enfermedad del odio y del rencor que el rezar por quien nos ofendió. Una oración pequeña, sincera, que frene en crecimiento de esa mala hierba en nuestra vida: “Señor, ayuda a esta persona, que me hizo daño, a descubrir tu bondad y a cambiar su mentalidad y sus acciones”. Hazlo con sinceridad; si no lo haces por ella, hazlo por ti mismo.