Sin esperanza no se avanza, por muy buenas intenciones que se tengan. Cuando patinas constantemente en algunas cosas en tu vida, tal vez te falte la esperanza de conseguir lo que te propones; y sin esa convicción íntima de que el esfuerzo merece la pena, de que conseguiremos lo anhelado, todo se vuelve problema, todo es motivo de desmotivación y parálisis.
La esperanza es la virtud del que camina, decía San Agustín; y sin esperanza de llegar al destino deseado es fácil quedarse entretenido en cualquier albergue del camino, aunque sea zafio y sucio.
Vivir con esperanza no está al alcance de nuestra voluntad; no podemos inventarnos, voluntaristamente, lo que puede motivar nuestra voluntad para seguir luchando, para seguir trabajando, buscando. Pero lo que sí hacemos muchas veces es dejar que se escurra por entre los dedos el deseo de alcanzar nuestros sueños, de responder a la llamada de Dios. Y eso lo hacemos bajando la cabeza, bajando la mirada y perdiendo de vista el horizonte luminoso que nos impulsó a iniciar la marcha. Las dificultades, los problemas, las incomprensiones suelen hacernos bajar los ojos, llenarnos de pesimismo y abandonar.
Cuando Jesucristo, al final de su vida pública, ve acercarse dificultades, incomprensiones y violencia irracional contra él y su movimiento se lleva a tres de sus discípulos, Juan, Santiago y Pedro, y les muestra claramente la luz que ha de guiar su vida en los momentos oscuros. Esa luz no es un proyecto, ni una idea, ni una utopía; esa luz es su propia persona, que ilumina con la nitidez propia de Dios.
Si quieres esperanzarte, mira a Jesús.