En la visión de la vida de Jesús, esquematizada por la liturgia, se ha resumido la estancia de Jesús en Jerusalén a unos pocos días. No fue realmente así. No sabemos exactamente el tiempo que transcurrió de la entrada de Jesús en Jerusalén, aclamado por el pueblo, hasta su muerte en el monte Calvario. Pero en ese tiempo pasó de contar con el beneplácito de gran parte de la ciudad, a sufrir la indiferencia de la inmensa mayoría ante su muerte cruel e injusta. Jesús no respondió a las expectativas de muchos.
Su negativa a encabezar una revuelta armada, su denuncia de la avaricia de los ricos, su propuesta de una fe verdadera y no sólo de ritos vacíos que buscan conseguir favores de la divinidad, su perdón a la adúltera en contra de “todas las personas de bien”, su falta de condescendencia con la hipocresía y los intereses creados, fueron haciendo desertar a la mayoría de simpatizar con el Nazareno. Al final no quedaron ni los doce al completo. Y sólo Juan, su Madre y algunas mujeres se mantuvieron a su lado en el camino de la cruz, además de José de Arimatea y Nicodemo que se atrevieron a mostrarse cercano a él después de su muerte.
¡Qué frágiles son las voluntades que no se asientan en la fe verdadera cuando se aproximan las dificultades! Y, como sabemos, con mucho menos que lo del Nazareno, pocos se quedan al lado del que ha perdido el favor del poder o la simpatía de la mayoría.
Esto nos plantea una pregunta inquietante: ¿Mis valores y mi vida cristiana se asientan en la experiencia profunda de la fe, o se mueve al pairo de las conveniencias y de los “aires que soplan”?
Busquemos la Verdad en la que asentar nuestra vida.