Remover piedras (Mateo 28,1-10)

De niños acostumbrábamos a tirar piedras; tirábamos guijarros a un árbol lejano, a una lata situada a decenas de metros, a una gallina, a un perro o a un gato huidizos. Las más recordadas eran las chinas que nos tirábamos unos a otros, con claro peligro de la integridad física de todos. Eran juegos casi inocentes; el afán no era hacer daño, sino acertar. Los mayores seguimos tirándonos piedras unos a otros, ya no de mineral, sino hechas de insultos, de mentiras, de medias verdades, y con afán de hacer daño.

Jesús toda su vida estuvo intentando remover piedras, piedras que impedían la comunicación y la vida; piedras que cegaban la vida de las personas: la piedra de la intolerancia y de la violencia, la piedra del conformismo con el mal propio y la injusticia ajena, la piedra del rencor y del orgullo, la terrible piedra de la autocompasión y la baja auto-estima, la piedra criminal de la avaricia, la piedra de la superficialidad vana que nos hace estúpidos y crueles. Muchas las removió, y devolvió la vida a quien la tenía perdida. Pero tenía también que remover la piedra que usó Caín para matar a su hermano Abel. Intentando remover esa piedra puso toda su vida en juego; y pareció que quedaba aplastado con ella.

A los tres días, Dios Padre puso su fuerza en el poder que Jesucristo había desplegado y removió la piedra de su sepulcro, que salió impulsando y dando fuerzas a sus amigos y discípulos a seguir removiendo piedras que condenan a oscuridad y muerte.


Nuestro testimonio de resurrección no será una hermosa celebración, ni unos sentimientos luminosos en la oración. Se testimonia la vida nueva de Jesús removiendo piedras que aplastan y paralizan a nuestros hermanos… ¡Manos a la obra!