Responder con la vida (Juan 9, 1-38)

Para ser misionero no hace falta ni tener muchas capacidades ni ser muy inteligente. Para ser misionero sólo hay que ser discípulo. Cuando piensas que lo más importante es que tú vas a ayudar a las personas, que tú las vas a salvar de esto o lo otro, no vas camino de la misión, te has detenido al borde de un lago mirando narcisistamente el reflejo de tu propia imagen.

Creéme. Lo importante para ser misionero es saberte enviado, saber que tienes un encargo, que el Señor cuenta contigo para realizar su nueva creación. Así ni tu cansancio, ni tu falta de capacidad, ni los fracasos serán insalvables. Hay Alguien que te asegura en cualquier momento de zozobra y preocupación.

Saberse enviado es trabajar descansado. No tienes que preocuparte del éxito o del fracaso de lo emprendido, sólo de intentar ser fiel; no tienes que procurar la aceptación de unos y otros, siempre voluble e incompleta, cuentas con la seguridad de un abrazo infinito; no tienes miedo a la factura que pasan los años o la enfermedad, tu capacidad de amar, también, en el sufrimiento multiplica la fuerza evangélica de tu vida.

No todos tenemos la misma misión. Hay quien es enviado lejos de su casa, y quien tiene la misión entre los suyos; hay quien es enviado a ser signo en la comunidad cristiana del amor del Padre, y quien lo es a mostrar la justicia de Dios en favor de los pobres. Cada discípulo es mirado, acogido y enviado de un modo distinto y especial.

Pero hay algunas cosas que compartimos los discípulos misioneros: conscientes a cada paso de nuestras pobrezas; obedientes al mandato recibido; postrados, cada mañana y cada tarde, ante el misterio de luz que nos llamó.