No temas al olor (Juan 11, 3-45)

La pobreza y la marginación huelen mal. Uno de los rasgos de todos los barrios que sufren la marginación es la suciedad y la basura que se ve por las calles, y el olor denso y sucio que desprenden en las tardes calurosas. La corrupción, por el contrario, sólo huele mal cuando se destapa.

Mantenemos una apariencia digna y respetable, pero en nuestro interior se revuelven los más bajos instintos: el odio y el rencor, la lascivia y la avaricia, la cobardía y la violencia. La corrupción la mantenemos tapada y lejos de las miradas de los demás. Pero, si crece sin medida y se adueña de nosotros, comienza también a hacer daño a los demás; un daño que es hondo y cruel en muchas ocasiones.

El mal olor de los barrios que sufren la marginación es causa de la falta de esperanza de los jóvenes, de la desestructuración de las familias, de que el paro y la falta de cultura se han hecho crónicas, de la falta de cariño de la personas por su propio barrio. El mal olor de la corrupción es el egoísmo enquistado de quien considera a todos como instrumentos a su servicio; un egoísmo que es capaz de asesinar los sentimientos de bondad, la amistad, el amor y hasta la propia fe.

No podemos dejar que la corrupción se adueñe de nosotros y envenene todo lo que tocamos. No podemos dejar que nuestra corrupción nos haga insensibles e indiferentes ante la situación de pobreza y marginación de nuestro pueblo.

¡Abre, Señor, nuestros sepulcros y que entre el aire fresco de tu amor en nuestra vida! Sana nuestras corrupciones; da nueva vida a nuestra existencia. Sólo muriendo contigo podremos tener tu vida plena. Como a Lázaro, llámanos a vivir junto a ti.