A veces la capacidad para oír nos
viene de experiencias que vivimos en silencio.
Muchas predicaciones había
pronunciado Jesús en Galilea; muchas parábolas habían hecho pensar y
recapacitar a sus oyentes; muchas enseñanzas les había transmitido; pero en el
texto del evangelio de este domingo sólo pronuncia una: “Efettá”, y los oídos
de aquel muchacho sordomudo se abrieron ante su suspiro y la orden que dio. Es
cierto que puso en juego toda la intimidad de aquel muchacho. Le pidieron que
le impusiera las manos y él se lo lleva aparte, mete uno de sus dedos en el
oído del muchacho y con su propia saliva toca su lengua. Sólo una palabra pero
mucha intimidad en juego. El resultado no podía ser más que aquel sordomudo
comenzara a oír y a hablar, y todos proclamaban a los cuatro vientos que Jesús
hacía los signos del mesías esperado.
Muchas experiencias de frustración y
soledad habría sufrido aquel muchacho en su vida; muchos desprecios de los que
se consideraban “válidos” y “normales”; muchos gestos de compasión que lo
pudieron consolar o hundir más aún en su propia desesperación; pero sólo fue
una experiencia de encuentro con Jesucristo la que lo sacó de su sordera y su
mudez, sólo fue el acoger la íntima cercanía y la fuerza vital de Jesús lo que
lo salvó. Mira cara a cara las situaciones que te dejan mudo de impotencia o
vergüenza y deja que en ellas Cristo se acerque a ti para que cure tu mudez y
te haga capaz de expresar tu protesta, tu denuncia, tus razones, tu acción de
gracias.