Resiliente (Marcos 8,27-35)


Define el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la palabra resiliencia con dos significados, uno para la capacidad que tiene los materiales de recuperar su estado inicial cuando cesa la presión a la que son sometidos, otro para la de los seres vivos de adaptarse a una situación adversa. La persona resiliente no se define sólo por su capacidad de resistencia o por su capacidad de adaptación. El resiliente crece como persona en la dificultad. Crece en su empatía ante el que sufre; crece en verdadera autoestima y perdón hacia sí mismo; crece en la capacidad de reconciliación con quien le daña; mira más lejos y más alto en el sentido de su vida; ama más generosamente; se entrega con más gratuidad.

Era fácil ser discípulo de Cristo en Galilea, sostenidos por la fuerte personalidad del Maestro, llevado en volandas por las aclamaciones del pueblo, deslumbrados por los milagros y los signos con los enfermos. Para reconocer en toda su verdad a Cristo como el Salvador tenían que verlo sufrir y morir en la cruz. Una fe sin resiliencia en la dificultad, en los momentos duros, no deja de ser sentimentalismo adolescente.

Isaías nos da la clave de la resiliencia cristiana: “El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?”

Como el Sol día a día va haciendo madurar la uva, abrir tu oído cada día a la Palabra te permitirá madurar y ser vino bueno.