Define
el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la palabra resiliencia
con dos significados, uno para la capacidad que tiene los materiales de
recuperar su estado inicial cuando cesa la presión a la que son sometidos, otro
para la de los seres vivos de adaptarse a una situación adversa. La persona
resiliente no se define sólo por su capacidad de resistencia o por su capacidad
de adaptación. El resiliente crece como persona en la dificultad. Crece en su
empatía ante el que sufre; crece en verdadera autoestima y perdón hacia sí
mismo; crece en la capacidad de reconciliación con quien le daña; mira más
lejos y más alto en el sentido de su vida; ama más generosamente; se entrega con
más gratuidad.
Era
fácil ser discípulo de Cristo en Galilea, sostenidos por la fuerte personalidad
del Maestro, llevado en volandas por las aclamaciones del pueblo, deslumbrados
por los milagros y los signos con los enfermos. Para reconocer en toda su verdad
a Cristo como el Salvador tenían que verlo sufrir y morir en la cruz. Una fe
sin resiliencia en la dificultad, en los momentos duros, no deja de ser
sentimentalismo adolescente.
Isaías
nos da la clave de la resiliencia cristiana: “El Señor me abrió el oído; yo no
resistí ni me eché atrás. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes,
sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién tiene
algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me
condenará?”
Como
el Sol día a día va haciendo madurar la uva, abrir tu oído cada día a la
Palabra te permitirá madurar y ser vino bueno.