- ¡Hay
que ver, María! Tú viniste de tan lejos para ayudarme en el embarazo de mi
Juanito, y cuando te toca a ti, estando tan cerca de mi casa, yo ni me entero.
-Tú ya
sabes cómo es esto, cuando viene, viene, y no espera a nada. Ya me hubiera
gustado poder llegar a tu casa y que hubieras sido la primera en ver a Jesús.
Los designios de Dios no los entendemos, pero seguro que tiene su porqué esto
de que mi hijo naciera en un pesebre; y un porqué grande.
-¡Qué
hermoso es ser madre! Antes de serlo una ni se lo imagina. Los padres también
viven algo parecido. Pero las mujeres no sólo hemos tenido esa vida en nuestro
interior, la hemos gestado, ha tomado carne de nuestra sangre; la hemos sentido
crecer, moverse, comenzar a vivir…
-Es
verdad, todo en la maternidad es hermoso, a pesar de lo difícil del parto y lo
que viene después; pero lo que más disfruto yo es cuando, como ahora, mama de
mis pechos. Ser alimento de tu propio hijo; sentir cómo algo tan pequeñito te
busca con ansia y se queda tranquilo al poco de empezar a comer; mirarlo, así,
desde arriba muy cerca de tu corazón… Al dar el pecho a mi niño el mundo se
para, no hay otra cosa más que él. Es como si Dios hubiese querido que
naciéramos débiles y desamparados para que otra persona tuviese la alegría de
poder entregársenos y cuidarnos. El mundo es un misterio de amor que vamos
descubriendo a cada paso de nuestra vida.
-Bueno,
venga; en cuanto acaben estos tragoncetes de mamar os venís con Zacarías y
conmigo a la casa; a José ya se lo he dicho.