Yo soy de esa generación que ha visto toda la evolución
de la familia. De niños y adolescentes, la familia era algo evidente y sin
cesuras. No es que todo fuera idílico, había roces y conflictos graves. Ni los
malos tratos, ni los abusos dentro del ámbito familiar son inventos nuevos.
Pero la inmensa mayoría de los niños vivían en una familia sellada por el
sacramento, con todos sus hermanos de padre y madre.
Después vino la ley del divorcio, la normalización de las
relaciones prematrimoniales, la extensión de las parejas de hecho, la
equiparación legal de las uniones homosexuales con la familia heterosexual,
incluso en la adopción de niños: un proceso rápido y disruptivo de la
comprensión tradicional de la familia. Pero en medio de tantos cambios,
continuaba la idea de que las personas están hechas para mutuamente servirse y
apoyarse, que el sentido radical de nuestra vida es el servicio –como la
etimología de la palabra familia señala-. Últimamente estamos contemplando un
nuevo proceso: parejas que excluyen tener hijos porque su proyecto de vida no
está en un amor servicial, sino en el bienestar propio entendido egoístamente
(viajes, ropas y copas). Algunos incluso “comprometidos” socialmente, pero con
un compromiso que puede interrumpirse a voluntad, en el momento que ellos
decidan.
La vida necesita familia, familia donde se viva la
vocación al servicio, donde el otro sea un don a cuidar y a entregarle la vida.
La Vida engendra familia, siendo ésta sacramento del amor. Dios nace en una
familia que ya siempre será Sagrada. Que no te engañen, rechazando crear
familia, repudias tu propio ser.