Belleza llamamos a la espiritualidad de la
Naturaleza. Tan terreno es un guijarro como una orquídea; tan natural una
lombriz como la garza real que se la come. La belleza es una de las huellas de
Dios en la creación, y a Él nos acercan la hermosura de los atardeceres y la
ternura de los mamíferos cuidando a sus crías.
Con las personas ocurre igual. Tan humano es
odiar como perdonar; ser compasivo, como duro de corazón. Pero sólo cuando el
hombre se levanta sobre sí mismo y mirando a Dios se deja formar por Él,
comienza a ser verdadera imagen de su Creador. La cumbre de esa semejanza es el
perdón y al amor al enemigo; de ello nos dio prueba Jesús en su pasión, ante
Judas y ante los que lo estaban crucificando. Por eso puede decirnos: “Amad a
vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os
maldicen, orad por los que os injurian”.
El odio nos iguala al enemigo que odiamos, y
nos denigra. Pero una fuerza terrenal casi invencible nos impulsa a ello.
Odiamos a quien nos hizo daño, más que por el daño que nos hizo, porque
sentimos que nos humilló y se mofó de nosotros; y somos nosotros quien le damos
ese poder. Odiamos a quien nos dañó y cerramos cualquier posibilidad para que
reconozca su error y cambie su actitud. Guardamos un rencor que nos envenena,
sin importarnos que muramos matando.
Por el contrario, la comprensión, el perdón, la
sonrisa, la dignidad de mantenernos en el bien aunque el mal nos rodee, nos
levanta sobre nosotros mismos, hace de nosotros personas espirituales, nos hace
vivir la hermosura de lo humano.
Imagen de Cathopic