“Te besé antes de matarte”, dice Otelo, en
el drama de William Shakespeare, antes de suicidarse y caer sobre el cuerpo de
su amada Desdémona. Un engaño y un error terrible le llevaron a asesinar a
quien más quería. Pero no fueron los engaños y las intrigas de los venecianos
que creía sus amigos; fue el pecado mortal de considerar que la persona amada
le pertenecía. La relación de pareja siempre tiene una relación de entrega, de
pertenencia: “yo me entrego a ti, y prometo…”, dicen los novios en la boda cristiana.
Pero esa relación de entrega es siempre libre, y el amor verdadero exige
siempre el respeto a la intimidad, la libertad y la dignidad de quien queremos.
En toda situación de pecado hay siempre
una reducción del otro al estatus de objeto. Cuando atacamos, chismorreamos,
condenamos o explotamos al otro, previamente lo hemos desprovisto de su
condición de persona, de hijo de Dios, de hermano nuestro. Hemos dejado de
pensar en su bien y hemos comenzado a verlo como objeto de nuestras burlas o
nuestros intereses. Al inmigrante que se explota, a la mujer que se maltrata,
al compañero que se vitupera, al pobre al que se ignora…, a todos los
convertimos en “etiquetas”, en “clichés sociales”, en números, a los que no
ponemos rostro ni acogemos como intimidad personal. Proceso diabólico en el que
también nosotros nos volvemos autómatas que poseen, que disfrutan, que someten.
Cuando negamos la dignidad al otro, a nosotros mismos nos tratamos como
objetos.
Piensa, piensa: ¿A quién por tu desprecio
o por tu egoísmo estás cosificando?, ¿de qué manera estás olvidando tu
humanidad?