La verdad de nuestra vida se juega en lo
que no se ve, porque el pudor o los intereses lo ocultan, y en lo que pasa
desapercibido, porque la costumbre lo ha hecho transparente, invisible.
Así ocurría con la minusvaloración de la
mujer, que de habitual se hacía invisible, o con las personas con algún tipo de
discapacidad; así ocurre con la condena a la marginación de los niños de
barrios de exclusión, o con los adultos jóvenes que siguen sin poder iniciar su
proyecto de vida por culpa del empleo precario –el precariado, que se le
llama-, o con la población de los países explotados del Sagel, del África
subsahariana.
Cuando el sufrimiento de las personas se
sumerge en el silencio o en el olvido se resiente toda nuestra humanidad, todos
nos hacemos menos humanos y menos cristianos. La revelación bíblica nos muestra
un Dios Padre de todos, que por serlo busca incansablemente a los últimos, y se
hace uno de ellos, y desde ellos y con ellos inicia el camino de la liberación,
y en el seno de la pobreza y la cruz hace brotar la luz de su entrega.
“Rema mar adentro y echa las redes”, dice
en el evangelio el Señor a Pedro. “Si vas a pescar no te quedes en la comodidad
de las aguas superficiales, rema a lo profundo y allí echa las redes de la
misericordia de Dios. Cada anciano abandonado que sienta la presencia de Dios
gracias a tu cercanía, cada adulto joven que sepa que la Iglesia lo comprende y
comparte sus frustraciones y sus proyectos, cada inmigrante que se siente
acogido e integrado en nuestra sociedad y nuestra iglesia… es “pez de aguas
profundas” que Jesús te encomienda.