La fe cristiana es, por esencia, misionera, expansiva,
católica, universal. Las otras formas de entender y vivir la fe en lo Absoluto
son, por así decirlo, más tranquilas, menos dinámicas. Ninguna tiene un mandato
misionero tan claro y tan explícito; ninguna se configura tan íntimamente con
la misión de anunciar y testimoniar el amor de Dios a toda la humanidad.
La misión, como toda tarea que desborda las expectativas
formadas en una cultura, siempre plantea un cuestionamiento personal, sobre
todo cuando los planes que uno se había hecho no se ven satisfechos, y la vida
se nos muestra más compleja, más rica y más inabarcable de lo que habíamos
pensado. Así que muchas veces, en la tarea evangelizadora, tenemos que decir:
¿Quién me mandaría a mí meterme en este “berenjenal”? Pero la inquietud que
Jesucristo pone en la vida, que nos mantiene constantemente jóvenes y con
ilusión, no deja al creyente en una quietud que lo paralice.
Los Hechos de los Apóstoles, en este tiempo de pascua,
nos transmiten día a día esa inquietud que el Resucitado pone en el corazón de
los creyentes. Viajeros incansables, cuestionadores de todo desorden
establecido, nómadas de su propia vida… quien experimenta la fuerza de Jesús en
su corazón vive en el impulso del Espíritu. Esa es la eterna juventud de la
Iglesia.
No acalles el deseo de traspasar las fronteras que
limitan la humanidad y la justicia; no te conformes con la cobardía de
consentir con lo que cercena el ansia de plenitud que eres; busca caminos en
los que vivir tu fe apostólica y misionera.