EL DECÁLOGO, CATEQUESIS DEL PAPA
FRANCISCO (2018)
INTRODUCCIÓN.
MANDAMIENTO PRIMERO, QUINTO, SEXTO, SÉPTIMO Y CONCLUSIÓN.
I
Hoy
comenzamos un nuevo itinerario catequético. Será sobre el tema de los
mandamientos. Los mandamientos de la ley de Dios. Nos sirve de introducción el
pasaje que acabamos de escuchar: el encuentro entre Jesús y un hombre –es un
joven- que, de rodillas, le pregunta cómo puede alcanzar la vida eterna
(cf. Mc 10.17 a 21). Y en esa pregunta está el desafío de cada existencia,
también de la nuestra: el deseo de una vida plena e infinita. Pero ¿cómo
llegar? ¿Qué camino tomar? Vivir de verdad, vivir una existencia noble...
Cuántos jóvenes intentan "vivir" y en cambio se destruyen
persiguiendo cosas efímeras.
Algunos
piensan que sea mejor apagar este impulso, -el impulso de vivir- porque es
peligroso. Quisiera decir, sobre todo a los jóvenes: nuestro peor enemigo no
son los problemas concretos, por muy graves y dramáticos que sean: El mayor peligro en la vida es un mal
espíritu de adaptación que no es la mansedumbre ni la humildad, sino la
mediocridad, la pusilanimidad [1]. Un joven mediocre ¿es un joven con
futuro o no? ¡No! Se queda ahí; no crece, no tendrá éxito. La mediocridad o la
pusilanimidad. Esos jóvenes que tienen miedo de todo. “No, yo soy así…” Esos
jóvenes no saldrán adelante. Mansedumbre, fuerza y nada de pusilanimidad, nada
de mediocridad. El beato Pier Giorgio Frassati decía que debemos vivir, no
ir tirando. [2] Los mediocres van tirando. Vivir con la fuerza de la vida. Hay
que pedir a nuestro Padre Celestial para los jóvenes de hoy el don de
la inquietud saludable. Pero, en vuestras casas, en cada
familia, cuando hay un joven que está todo el día sentado, a veces la
madre y el padre piensan: “Está enfermo, tiene algo” y lo llevan al médico. La
vida del joven es ir adelante, estar inquieto, la inquietud saludable, la
capacidad de no estar satisfechos con una vida sin belleza, sin color. Si los
jóvenes no tienen hambre de una vida auténtica, me pregunto ¿Dónde irá la
humanidad? ¿Dónde irá la humanidad con jóvenes quietos y no inquietos?
La
pregunta de aquel hombre del Evangelio que hemos escuchado está dentro de cada
uno de nosotros: ¿Cómo se encuentra la vida, la vida en abundancia, la
felicidad? .Jesús responde: "Ya sabes los mandamientos" (v.
19), y cita una parte del Decálogo. Es un proceso pedagógico, con el cual Jesús
quiere conducir a un lugar preciso. De hecho, ya está claro, por su pregunta
que aquel hombre no tiene una vida plena busca algo más, está inquieto. Por lo
tanto ¿qué debe entender? Él dice: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi
juventud» (v. 20). ¿Cómo se pasa de
la juventud a la madurez? Cuando se empiezan
a aceptar las propios limitaciones Nos volvemos adultos cuando
nos relativizamos y tomamos conciencia de "lo que falta" (cfr. v.
21). Este hombre se ve obligado a reconocer que todo lo que puede
"hacer" no supera un "techo", no va más allá de un margen. ¡Qué
hermoso es ser hombres y mujeres! ¡Qué preciosa es nuestra existencia! Y sin
embargo, hay una verdad que en la historia de los últimos siglos el hombre ha
rechazado a menudo, con trágicas consecuencias: la verdad de sus limitaciones.
Jesús,
en el Evangelio, dice algo que puede ayudarnos: "No penséis que he
venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento "(Mt 5, 17). El Señor Jesús regala el cumplimiento, por eso
vino. Aquel hombre tenía dar un salto para llegar al umbral, donde se
abre la posibilidad de dejar de vivir de uno mismo, de las propias obras, de
los propios bienes y – precisamente porque falta la vida plena -dejarlo todo
para seguir al Señor [3]. Mirándolo bien, en la invitación final de Jesús -
inmenso, maravilloso - no está la propuesta de la pobreza sino la de la
riqueza, la verdadera, "Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y
dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven ¡Sígueme!”(V.
21).
¿Quién,
pudiendo elegir entre un original y una copia, elegiría la copia? Este es el
desafío: encontrar el original de la vida, no la copia. Jesús no ofrece
sustitutos, ¡sino vida verdadera, amor verdadero, riqueza verdadera!
¿Cómo pueden los jóvenes seguirnos en la fe si no nos ven elegir el original,
si nos ven adictos a las medias tintas? Es
feo encontrar cristianos de medias tintas, cristianos –me permito la palabra-
“enanos”; crecen hasta una determinada estatura y luego no; cristianos con el
corazón encogido, cerrado. Es feo encontrarse con esto. Hace falta el ejemplo
de alguien que me invita a un "más allá", a " algo
más", a crecer algo más. San Ignacio lo llamaba el "magis",
"el fuego, el fervor de la acción, que sacude al soñoliento". [4] El
camino de lo que falta pasa por lo que hay. Jesús no vino a abolir la Ley o los
Profetas sino a cumplirlos. Tenemos que partir de la realidad para dar el salto
a "lo que falta". Debemos escudriñar lo ordinario
para abrirnos a lo extraordinario.
En
estas catequesis tomaremos las dos tablas de Moisés como cristianos, de la mano
de Jesús, para pasar de las ilusiones de la juventud al tesoro que está en el
cielo, caminando detrás de Él. Descubriremos, en cada una de esas leyes,
antiguas y sabias, la puerta abierta por el Padre que está en los cielos para
que el Señor Jesús, que la ha cruzado, nos lleve a la vida verdadera. Su vida.
La vida de los hijos de Dios.
II
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El
miércoles pasado comenzamos un nuevo ciclo de catequesis, sobre los
mandamientos. Vimos que el Señor Jesús no vino a abolir la Ley sino a darle
cumplimiento. Pero tendremos que entender mejor esta perspectiva. En la Biblia,
los mandamientos no viven por sí mismos, sino que son parte de un nexo,
una relación. El Señor Jesús no vino a abolir la Ley sino a darle
cumplimiento. Y existe esa relación, de la Alianza [1] entre
Dios y su pueblo. Al comienzo del
capítulo 20 del libro de Éxodo leemos – y esto es importante-: "Dios
pronunció todas estas palabras" (v. 1). Parece una apertura como
cualquier otra, pero nada en la Biblia es trivial. El texto no dice "Dios
pronunció estos mandamientos", sino "estas palabras".
La tradición judía siempre llamará al Decálogo "las Diez Palabras". Y
el término "decálogo" significa precisamente esto [2]. Y, sin
embargo, están en forma de leyes, son mandamientos objetivamente. ¿Por qué,
entonces, el Autor sagrado usa, precisamente aquí, el término "diez
palabras?” ¿Por qué? ¿Y no dice "diez mandamientos"?
¿Cuál es la diferencia entre un mandato y
una palabra? El mandato es una comunicación que no requiere
diálogo. La palabra, en cambio, es el medio esencial de la relación como
diálogo. Dios Padre crea por medio de su palabra, y su Hijo es la
Palabra hecha carne. El amor se alimenta de palabras, al igual que la
educación o la colaboración. Dos personas que no se aman no logran comunicar.
Cuando alguien habla a nuestro corazón, nuestra soledad termina. Recibe una
palabra, hay comunicación y los mandamientos son palabra de Dios: Dios se
comunica en estas diez Palabras y espera nuestra respuesta
Una
cosa es recibir una orden, otra percibir que alguien intenta hablar con
nosotros. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Yo
puedo deciros: “Hoy es el último día de la primavera, cálida primavera, pero
hoy es el último día”. Es una verdad, no un diálogo. Pero si os digo: “¿Qué
pensáis de esta primavera?, abro un diálogo. Los mandamientos son un diálogo.
La comunicación se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se
comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no
consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el
diálogo "(ibíd., N. Evangelii gaudium, 142).
Pero
esta diferencia no es algo artificial. Observemos lo que pasó al principio. El
Tentador, el diablo, quiere engañar al hombre y a la mujer sobre esta cuestión:
quiere convencerlos de que Dios les ha prohibido comer los frutos del árbol del
bien y del mal para mantenerlos sometidos. El desafío es efectivamente éste: La primera regla que Dios da al hombre, ¿es
la imposición de un déspota que prohíbe y obliga?, o ¿la atención de un papá
que cuida de sus pequeños y los protege de la autodestrucción? ¿Es una
palabra o es un mandato? La más trágica, entre las diversas mentiras que la
serpiente le dice a Eva, es la sugerencia de una deidad envidiosa– “Pero, no,
Dios tiene envidia de vosotros”-, de una deidad posesiva. “Dios no quiere que
tengáis libertad”. Los hechos muestran dramáticamente que la serpiente mintió,
dio a entender que una palabra de amor fuese un mandato. (véase Génesis 2:
16-17; 3.4-5).
El
hombre se enfrenta a esta encrucijada: ¿Dios me impone cosas o me cuida? ¿Sus
mandamientos son solo una ley o contienen una palabra para
cuidarme? ¿Dios es patrón o padre? Dios es Padre: No lo olvidéis nunca. Incluso
en las situaciones más difíciles, pensad que tenemos un Padre que nos quiere a
todos. ¿Somos súbditos s o hijos? Este combate, tanto dentro como fuera de
nosotros, se presenta continuamente: Tenemos que elegir mil veces entre una
mentalidad de esclavos y una mentalidad de hijos. El mandamiento es del patrón,
la palabra es del Padre, El Espíritu Santo es un Espíritu de hijos, es el
Espíritu de Jesús Un espíritu de esclavos no puede por menos que aceptar la Ley
de forma opresiva, y puede producir dos resultados opuestos: O una vida de
deberes y obligaciones, o una reacción violenta de rechazo Todo el cristianismo
es el pasaje de la letra de la Ley al Espíritu que da vida (véase 2 Cor 3:
5-17). Jesús es la Palabra del Padre, no es la condena del Padre. Jesús vino a
salvar, con su Palabra, no a condenarnos.
Se
ve cuando un hombre o una mujer han vivido este pasaje o no. La gente se da
cuenta de si un cristiano razona como un hijo o como un esclavo. Y nosotros
mismos recordamos si nuestros educadores nos cuidaron como padres y madres, o
si solo nos impusieron reglas. Los mandamientos son el camino hacia la
libertad, porque son la palabra del Padre que nos hace libres en este camino. El mundo no necesita legalismo, sino
cuidados. Necesita cristianos con corazón de hijos. [3]Necesita cristianos con
el corazón de hijos: no lo olvidéis.
1º Mandamiento: Amarás a Dios sobre todas
las cosas
I
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy,
esta audiencia se desarrollará como el miércoles pasado. En el Aula Pablo VI
hay muchos enfermos y para protegerlos del calor, para que estuvieran más
cómodos, están allí. Pero seguirán la audiencia con la pantalla gigante y
también nosotros con ellos, es decir, no hay dos audiencias. Hay una sola.
Saludamos a los enfermos del Aula Pablo VI. Y continuamos hablando de los
mandamientos que, como hemos dicho, más que mandamientos son las palabras de
Dios a su pueblo para que camine bien; palabras amorosas de un Padre. Las diez
palabras empiezan así: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te ha sacado del país de
Egipto, de la casa de servidumbre» (Éxodo 20, 2). Este inicio puede
parecer extraño a las leyes verdaderas que siguen. Pero no es así. ¿Por qué
esta proclamación que Dios hace de sí y de la liberación? Porque se lleva al
Monte Sinaí después de haber atravesado el Mar Rojo: el Dios de Israel primero salva, después pide confianza. Es decir: el
Decálogo empieza por la generosidad de Dios. Dios nunca pide sin dar antes.
Nunca. Primero salva, primero da, después pide. Así es nuestro Padre, Dios es
bueno.
Y
entendemos la importancia de la primera declaración: «Yo, Yahveh, soy tu Dios».
Hay un posesivo, hay una relación, se pertenece. Dios no es un extraño: es tu
Dios. Esto ilumina todo el Decálogo y desvela también el secreto de la
actuación cristiana, porque es la misma actitud de Jesús cuando dice: «Como el
Padre me amó, yo también os he amado a vosotros» (Juan 15, 9).
Cristo es el amado por el Padre y nos ama con aquel amor. Él no parte de sí
sino del Padre. A menudo nuestras obras fracasan porque partimos de nosotros
mismos y no de la gratitud. Y quien parte de sí mismo, ¿dónde llega? ¡Llega a
sí mismo! Es incapaz de hacer camino, vuelve a sí mismo. Es precisamente ese
comportamiento egoísta que la gente define: «Esa persona es un yo, mi, conmigo
y para mí». Sale de sí mismo y vuelve a sí mismo.
La
vida cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso. Los cristianos que solo siguen «deberes»
denuncian que no tienen una experiencia personal de ese Dios que es «nuestro».
Tengo que hacer esto, esto, esto... Solo deberes. ¡Pero te falta algo! ¿Cuál es
el fundamento de este deber? El fundamento de este deber es el amor de Dios el
Padre, que primero da, después manda. Poner la ley antes de la relación no
ayuda al camino de la fe. ¿Cómo puede un joven desear ser cristiano, si
partimos de obligaciones, compromisos, coherencias y no de liberación? ¡Pero ser cristiano es un viaje de
liberación! Los mandamientos te liberan de tu egoísmo y te liberan porque está
el amor de Dios, que te lleva adelante. La formación cristiana no está basada
en la fuerza de voluntad, sino en la acogida de la salvación, en el dejarse
amar: primero el Mar Rojo, después el Monte Sinaí. Primero la salvación:
Dios salva a su pueblo en el Mar Rojo; después en el Sinaí les dice qué hacer.
Pero aquel pueblo sabe que estas cosas las hace porque fue salvado por un Padre
que lo ama. La gratitud es un rasgo característico del corazón visitado por el
Espíritu Santo; para obedecer a Dios, primero debemos recordar sus beneficios.
San Basilio dice: «Quien no deja que esos beneficios caigan en el olvido, está
orientado hacia la buena virtud y hacia toda obra de justicia» (Regole
brevi, 56). ¿A dónde nos lleva todo
esto? A hacer un ejercicio de memoria: ¡cuántas cosas bellas ha hecho Dios por
cada uno de nosotros! ¡Qué generoso es nuestro Padre Celestial! Ahora quisiera
proponeros un pequeño ejercicio, en silencio, que cada uno responda en su
corazón. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Esta es la pregunta.
En silencio, que cada uno de nosotros responda. ¿Cuántas cosas hermosas ha
hecho Dios por mí? Y esta es la liberación de Dios. Dios hace muchas cosas
hermosas y nos libera.
Y
sin embargo alguno puede sentir que aún no ha hecho una verdadera experiencia
de la liberación de Dios. Esto puede suceder. Podría ser que se mire dentro y
se encuentre solo sentido del deber, una espiritualidad de siervos y no de
hijos. ¿Qué hacer en este caso? Como hizo el pueblo elegido. Dice el libro del
Éxodo: «Los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor,
que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus sus gemidos
y acordose Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los
hijos de Israel y conoció… (Éxodo 2, 23-25). Dios piensa en mí.
La acción liberadora de Dios colocada al
principio del Decálogo —es decir, los mandamientos— es la respuesta a esta
queja. Nosotros no nos salvamos solos, pero de nosotros puede partir un grito
de auxilio: «Señor, sálvame, Señor, enséñame tu camino, oh Señor acaríciame,
Señor, dame un poco de alegría». Este es un grito que pide ayuda. Esto nos
espera a nosotros: pedir ser liberados del egoísmo, del pecado, de las cadenas
de la esclavitud. Este grito es importante, es la oración, es consciente de lo
que aún está oprimido y no liberado en nosotros. Hay muchas cosas que no están
liberadas en nuestra alma. «Sálvame, ayúdame, libérame». Esta es una hermosa
oración para el Señor. Dios espera ese grito porque puede y quiere romper
nuestras cadenas; Dios no nos ha llamado a la vida para permanecer oprimidos,
sino para ser libres y vivir en el agradecimiento, la obediencia a la alegría
que nos ha dado tanto, infinitamente más de lo que podemos darle a Él. Es
hermoso esto. ¡Que Dios sea siempre bendecido por todo lo que ha hecho, hace y
hará por nosotros!
II
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos
escuchado el primer mandamiento del Decálogo: «No habrá para ti otros dioses
delante de mí» (Éxodo 20, 3). Está bien detenerse en el tema de la
idolatría, que es de gran alcance y actualidad.
El mandato prohíbe hacer ídolos o imágenes
de todo tipo de realidad: todo, de hecho, puede ser usado como ídolo. Estamos
hablando de una tendencia humana, que no diferencia entre creyentes y ateos.
Por ejemplo, nosotros cristianos podemos preguntarnos: ¿quién es realmente mi
Dios? ¿Es el Amor Uno y Trino o es mi imagen, mi éxito personal, quizá dentro
de la Iglesia? «La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del
paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no
es Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2113).
¿Qué
es un «dios» en el plano existencial? Es eso que está en el centro de la propia
vida y de lo que depende lo que se hace y se piensa. Se puede crecer en una
familia nominalmente cristiana pero centrada, en realidad, en puntos de
referencia externos al Evangelio. El ser humano no vive sin centrarse en algo.
Es así que el mundo ofrece el «supermercado» de los ídolos, que pueden ser
objetos, imágenes, ideas, cargos. Por ejemplo, también la oración. Nosotros
debemos rezar a Dios, nuestro Padre. Recuerdo
una vez que fui a una parroquia en la diócesis de Buenos Aires para celebrar
una misa y después tenía que hacer las confirmaciones en otra parroquia a un
kilómetro de distancia. Fui, caminando, y atravesé un parque, bonito. Pero en
ese parque había más de 50 mesas cada una con dos sillas y la gente sentada una
delante de otra. ¿Qué hacían? El tarot. Iban ahí «a rezar» al ídolo. En vez de
rezar a Dios que es providencia del futuro, iban ahí porque leían las cartas
para ver el futuro. Esta es una idolatría de nuestro tiempo. Yo os
pregunto: ¿cuántos de vosotros vais a que os lean las cartas para ver el
futuro? ¿Cuántos de vosotros, por ejemplo, habéis ido para que os lean la mano
para ver el futuro, en vez de rezar al Señor? Esta es la diferencia: el Señor
está vivo; los otros son ídolos; idolatrías que no sirven.
¿Cómo
se desarrolla una idolatría? El mandamiento describe fases: «No te harás ni
escultura ni imagen alguna […]. / No te postrarás ante ellas / ni les darás
culto» (Éxodo 20, 4-5).
La
palabra «ídolo» en griego deriva del verbo «ver». Un ídolo es una «visión» que
tiende a convertirse en una fijación, una obsesión. El ídolo es en realidad una
proyección de sí mismo en los objetos o en los proyectos. De esta dinámica se
sirve, por ejemplo, la publicad: no veo el objeto en sí pero percibo ese coche,
ese móvil, ese cargo —u otras cosas— como un medio para realizarme y responder
a mis necesidades esenciales. Y los busco, hablo de eso, pienso en eso; la idea
de poseer ese objeto o realizar ese proyecto; alcanzar esa posición, parece una
camino maravilloso para la felicidad, una torre para alcanzar el cielo
(cf. Génesis 11, 1-9), y todo se convierte en funcional a esa
meta.
Entonces
se entra en la segunda fase: «No te postrarás ante ellas». Lo ídolos exigen un
culto, rituales: a ellos hay que postrarse y sacrificar todo. En la antigüedad se hacían sacrificios
humanos a los ídolos, pero también hoy: por la carrera se sacrifican los hijos,
descuidándoles o simplemente no teniéndolos; la belleza pide sacrificios
humanos. ¡Cuántas horas delante del espejo! Ciertas personas, ciertas mujeres
¿cuánto gastan para maquillarse? También esta es una idolatría. No es malo
maquillarse; pero de forma normal, no para convertirse en una diosa. La belleza
pide sacrificios humanos. La fama pide la inmolación de sí mismo, de la propia
inocencia y autenticidad. Los ídolos piden sangre. El dinero roba vida y el
placer lleva a la soledad. Las estructuras económicas sacrifican vidas humanas
por útiles mayores. Pensemos en tanta gente sin trabajo. ¿Por qué? Porque a
veces sucede que los empresarios de esa empresa, de esa compañía, han decidido
despedir gente, para ganar más dinero. El ídolo del dinero. Se vive en la
hipocresía, haciendo y diciendo lo que los otros se esperan, porque el dios de
la propia afirmación lo impone. Y se arruinan vidas, se destruyen familias y se
abandonan jóvenes en mano de modelos destructivos, para aumentar los
beneficios. También la droga es un ídolo. Cuántos jóvenes arruinan la salud,
incluso la vida, adorando este ídolo de la droga.
Aquí
llega el tercero y más trágico estado: «... ni les darás culto», dice. Los
ídolos esclavizan. Prometen felicidad pero no la dan; y te encuentras viviendo
por esa cosa o por esa visión, atrapado en un vórtice auto-destructivo,
esperando un resultado que no llega nunca.
Queridos
hermanos y hermanas, los ídolos prometen vida, pero en realidad la quitan. El
Dios verdadero no pide la vida sino que la dona, la regala. El Dios verdadero
no ofrece una proyección de nuestro éxito, sino que enseña a amar. El Dios
verdadero no pide hijos, sino que dona a su Hijo por nosotros. Los ídolos
proyectan hipótesis futuras y hacen despreciar el presente; el Dios verdadero
enseña a vivir en la realidad de cada día, en lo concreto, no con ilusiones
sobre el futuro: hoy y mañana y pasado mañana caminando hacia el futuro. La
concreción del Dios verdadero contra la liquidez de los ídolos. Yo os invito a pensar hoy: ¿cuántos ídolos
tengo o cuál es mi ídolo favorito? Porque reconocer las propias idolatrías es
un inicio de gracia, y pone en el camino del amor. De hecho, el amor es
incompatible con la idolatría: si algo se convierte en absoluto e intocable,
entonces es más importante que un cónyuge, que un hijo, o que una amistad. El
apego a un objeto o a una idea hace ciegos al amor. Y así para ir detrás de los
ídolos, de un ídolo, podemos incluso renegar al padre, la madre, los hijos, la
mujer, el esposo, la familia... lo más querido. El apego a un objeto o a una
idea hace ciegos al amor. Llevad esto en el corazón: los ídolos nos roban el
amor, los ídolos nos hacen ciegos al amor y para amar realmente es necesario
ser libres de todo ídolo.
¿Cuál
es mi ídolo? ¡Quítalo y tíralo por la ventana!
5º Mandamiento: No
matarás
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
me gustaría continuar con la catequesis sobre la Quinta Palabra del Decálogo,
"No matarás". Ya hemos subrayado cómo este mandamiento revela que a
los ojos de Dios la vida humana es preciosa, sagrada e inviolable. Nadie puede
despreciar la vida de los demás o la suya propia; de hecho, el hombre lleva
dentro de sí la imagen de Dios y es el objeto de su amor infinito, cualquiera
sea la condición en la que ha sido llamado a la existencia. En el pasaje del
Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús
nos revela un sentido aún más profundo de este mandamiento. Afirma que, ante el
tribunal de Dios, incluso la ira contra un hermano es una forma de homicidio. Por
eso el apóstol Juan escribe: "El que odia a su hermano es un asesino"
(1 Jn 3:15). Pero Jesús no se detiene aquí, y en la misma lógica agrega que el
insulto y el desprecio también pueden matar. Y nosotros estamos acostumbrados a
insultar, es verdad. E insultar nos sale como respirar. Y Jesús nos dice
“Detente, porque el insulto hace daño, mata”. El desprecio. “Pero yo…a esta
gente, esto lo desprecio”. Y esta es una forma de matar la dignidad de una
persona.
Y
sería hermoso que esta enseñanza de Jesús entrase en la mente y en el corazón,
y que cada uno de nosotros dijese: “Nunca insultaré a nadie”. Sería un buen
propósito porque Jesús dice: “Mira, si desprecias, si insultas, si odias, eso
es homicidio”.
Ningún
código humano equipara actos tan diferentes asignándoles el mismo grado de
juicio. Y de manera coherente, Jesús nos invita incluso a interrumpir la
ofrenda del sacrificio en el templo si recordamos que un hermano está ofendido
contra nosotros, para ir a buscarlo y reconciliarnos con él. También nosotros,
cuando vamos a misa, tendríamos que tener esta actitud de reconciliación con
las personas con las que hemos tenido problemas. También si hemos pensado mal
de ellos, si les hemos insultado. Pero tantas veces, mientras esperamos a que
venga el sacerdote a decir misa, se chismorrea y hablamos mal de los demás.
Pero es algo que no se puede hacer. Pensemos en la gravedad del insulto, del
desprecio, del odio: Jesús los coloca en la línea del asesinato.
¿Qué
quiere decir Jesús al extender el campo de la Quinta Palabra hasta este punto? El hombre tiene una vida noble, muy
sensible, y posee un yo recóndito no menos importante que su
ser físico. De hecho, para ofender la inocencia de un niño es suficiente una
frase inoportuna. Para herir a una mujer basta un gesto de frialdad. Para
romper el corazón de un joven es suficiente negarle la confianza. Para
aniquilar a un hombre, basta ignorarlo. La indiferencia mata. Es como decir a
la otra persona: “Tú, para mí, estás muerto”, porque lo has matado en tu
corazón. No amar es el primer paso para matar; Y no matar es
el primer paso para amar. En la Biblia, al principio, se lee aquella frase
terrible salida de la boca del primer asesino, Caín, después de que el Señor le
pregunta dónde está su hermano. Caín responde: "No lo sé. ¿Soy yo acaso el
guardián de mi hermano? "(Génesis 4: 9) [1] Así hablan los asesinos:
"No me concierne ", “Son asuntos tuyos " y cosas parecidas.
Intentemos responder a esta pregunta: ¿Somos los guardianes de nuestros
hermanos? ¡Sí, lo somos! ¡Somos custodios el uno del otro! Y este es el camino
de la vida, es el camino del no asesinato.
La
vida humana necesita amor. ¿Y cuál es el amor auténtico? Es el que Cristo nos
mostró, es decir, la misericordia. El amor del que no podemos prescindir es el
que perdona, el que acoge a quienes nos han hecho daño. Ninguno de nosotros
puede sobrevivir sin misericordia, todos necesitamos el perdón. Entonces, si
matar significa destruir, suprimir, eliminar a alguien, entonces no
matarás significará curar, valorar, incluir. Y perdonar.
Nadie
puede engañarse a sí mismo pensando: "Estoy bien porque no hago nada
malo". Un mineral o una planta tienen este tipo de existencia, un hombre
no. Una persona –un hombre o una mujer- no. A un hombre o a una mujer se le
pide algo más. Hay bien por hacer, preparado para cada uno de nosotros, cada
uno el suyo, el que nos hace nosotros mismos hasta el final. "No
matarás" es una llamada al amor y a la misericordia, es una
llamada a vivir de acuerdo con el Señor Jesús, que dio su vida por nosotros y
por nosotros resucitó. Una vez repetimos todos juntos, aquí en la Plaza, una
frase de un santo sobre esto. Quizás nos ayude: “Está muy bien no hacer el mal,
pero está muy mal no hacer el bien”. Siempre tenemos que hacer el bien. Ir más
allá. Él, el Señor, que encarnándose santificó nuestra existencia; Él, que con
su sangre la hizo inestimable; Él, "el autor de la vida" (Hechos
3:15), gracias al cual cada uno es un don del Padre. En él, en su amor más
fuerte que la muerte, y mediante la potencia del Espíritu que el Padre nos da,
podamos acoger la Palabra "No matarás" como el
llamamiento más importante y esencial: es decir, “No matarás”, significa una
llamada al amor.
6º Mandamiento: No cometerás adulterio
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En
nuestro itinerario de catequesis sobre los Mandamientos, llegamos hoy a la
Sexta Palabra, que concierne a la dimensión emocional y sexual, y dice:
"No cometerás adulterio". La
llamada inmediata es a la fidelidad, y de hecho, ninguna relación humana es
auténtica sin fidelidad y lealtad. Uno no puede amar solo mientras
"conviene". El amor se manifiesta más allá del umbral del propio
interés, cuando se da todo sin reservas. Como dice el Catecismo: "El amor
quiere ser definitivo. No puede ser "hasta nuevo aviso" (No. 1646).
La fidelidad es la característica de una relación humana libre, madura y
responsable.
También
un amigo demuestra que es auténtico cuando sigue siéndolo en todas las
circunstancias; de lo contrario no es un amigo. Cristo revela el amor
verdadero, Él, que vive del amor ilimitado del Padre, y en virtud de esto, es
el Amigo fiel que nos acoge incluso cuando cometemos errores y siempre quiere
nuestro bien, incluso cuando no lo merecemos. El ser humano necesita ser amado
sin condiciones, y quien no recibe esta acogida a menudo se siente incompleto,
incluso sin saberlo. El corazón humano trata de llenar este vacío con
sucedáneos, aceptando componendas y mediocridades que del amor tienen solo un
vago sabor.
El riesgo es llamar "amor" a las
relaciones acerbas e inmaduras, con la ilusión de encontrar luz de vida en algo
que, en el mejor de los casos, es solo un reflejo de ello. Sucede entonces
que se sobrestima, por ejemplo, la atracción física, que en sí misma es un don
de Dios, pero que está orientada a allanar el camino para una relación
auténtica y fiel con la persona. Como decía San Juan Pablo II, el ser humano
"está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones",
que "es el fruto gradual del discernimiento de los impulsos del
corazón". Es algo que se conquista, ya que todo ser humano "debe
aprender con perseverancia y coherencia cual es el significado del cuerpo"
(cf. Catequesis, 12 de noviembre de 1980).
La
llamada a la vida conyugal requiere, por lo tanto, un discernimiento cuidadoso
sobre la calidad de la relación y un tiempo de noviazgo para verificarla. Para
acceder al sacramento del matrimonio, los novios deben madurar la certeza de
que en su vínculo está la mano de Dios, que los precede y los acompaña, y les
permitirá decir: "Con la gracia de Cristo, prometo serte fiel
siempre". No pueden prometerse fidelidad "en la alegría y en
las penas, en la salud y en la enfermedad", y amarse y honrarse todos los
días de sus vidas, solo sobre la base de la buena voluntad o la esperanza de
que "la cosa funcione". Necesitan construir sobre el terreno sólido
del amor fiel de Dios. Y por eso, antes de recibir el sacramento del
matrimonio, hace falta una preparación cuidadosa, diría un catecumenado, porque
se juega toda la vida en el amor, y con el amor no se bromea. No se puede definir como “preparación al
matrimonio”, tres o cuatro conferencias dadas en la parroquia; no, eso no es
preparación: esa es falsa preparación. Y la responsabilidad de quien lo hace
recae sobre él: sobre el párroco, sobre el obispo que tolera estas cosas. La
preparación debe ser madura y hace falta tiempo. No es un acto formal; es
un Sacramento. Pero hay que prepararlo como un auténtico catecumenado. La
fidelidad es, en efecto, una forma de ser, una forma de vida. Se trabaja con
lealtad, se habla con sinceridad, se permanece fiel a la verdad en los propios
pensamientos y acciones. Una vida tejida de fidelidad se expresa en todas las
dimensiones y conduce a ser hombres y mujeres fieles y confiables en todas las
circunstancias.
Pero
para llegar a una vida tan hermosa, nuestra naturaleza humana no es suficiente,
es necesario que la fidelidad de Dios entre en nuestra existencia, que nos
contagie. Esta Sexta Palabra nos llama a dirigir nuestra mirada a Cristo, quien
con su fidelidad puede quitarnos un corazón adúltero y darnos un corazón fiel.
En él, y solo en él, hay amor sin reservas ni replanteamientos, entrega
completa sin paréntesis y tenacidad de la aceptación hasta el final. De su muerte y resurrección se deriva
nuestra fidelidad, de su amor incondicional se deriva la constancia en las
relaciones. De la comunión con Él, con el Padre y con el Espíritu Santo se
deriva la comunión entre nosotros y la capacidad de vivir con fidelidad
nuestros lazos.
II
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
quisiera completar la catequesis sobre la Sexta Palabra del Decálogo —«No
cometerás adulterio»— evidenciando que el amor fiel de Cristo es la luz para
vivir la belleza de la afectividad humana. De hecho, nuestra dimensión afectiva
es una llamada al amor, que se manifiesta en la fidelidad, en la acogida y en
la misericordia. Esto es muy importante. ¿El amor cómo se manifiesta? En la
fidelidad, en la acogida y en la misericordia.
Pero
no hay que olvidar que este mandamiento se refiere explícitamente a la
fidelidad matrimonial y por lo tanto está bien reflexionar más a fondo sobre su
significado esponsalicio. Este pasaje de la Escritura, este pasaje de la Carta
de San Pablo es revolucionario. Pensar, con la antropología de aquel tiempo, y
decir que el marido debe amar a la mujer como Cristo ama a la Iglesia: ¡es una
revolución! Tal vez, en aquel tiempo, fue lo más revolucionario que se dijo
sobre el matrimonio. Siempre en el camino del amor. Nos podemos preguntar: este
mandamiento de fidelidad, ¿a quién está destinado? ¿Solo a los esposos? En
realidad, este mandamiento es para todos, es una Palabra paternal de Dios
dirigida a todos los hombres y mujeres.
Recordemos
que el camino de la maduración humana es el recorrido mismo del amor que va
desde recibir cuidado hasta la capacidad de ofrecer cuidado, desde recibir la
vida hasta la capacidad de dar la vida. Convertirse en hombres y mujeres
adultos quiere decir llegar a vivir la actitud nupcial y paterna, que se
manifiesta en las varias situaciones de la vida como la capacidad de asumir el
peso de otra persona y amarla sin ambigüedad. Es, por lo tanto, una actitud
global de la persona que sabe asumir la realidad y sabe entablar una relación
profunda con los demás.
¿Quién es, por tanto, el adúltero, el
lujurioso, el infiel? Es una persona inmadura, que tiene para sí su propia vida
e interpreta las situaciones en base al propio bienestar y a la propia
satisfacción. Así que para casarse ¡no basta con celebrar la boda! Es necesario
hacer un camino del yo al nosotros, de pensar solo a pensar en dos, de vivir
solo a vivir en dos: es un buen camino, es un camino hermoso. Cuando llegamos a
descentralizarnos, entonces todo acto es conyugal: trabajamos, hablamos,
decidimos, encontramos a otros con una actitud acogedora y oblativa.
Toda
vocación cristiana, en este sentido, —ahora podemos ampliar un poco la
perspectiva— y decir que toda vocación cristiana, en este sentido, es nupcial.
El sacerdocio lo es porque es la llamada, en Cristo y en la Iglesia, a servir a
la comunidad con todo el afecto, el cuidado concreto y la sabiduría que el
Señor da. La Iglesia no necesita aspirantes para el papel de sacerdotes —no
sirven, mejor que se queden en casa— sino que hacen falta hombres a quienes el
Espíritu Santo toca el corazón con un amor incondicional por la Esposa de
Cristo. En el sacerdocio se ama al pueblo de Dios con toda la paternidad, la
ternura y la fuerza de un esposo y un padre. Así también, la virginidad
consagrada en Cristo se vive con fidelidad y alegría como una relación conyugal
y fructífera de maternidad y paternidad.
Repito:
toda vocación cristiana es conyugal, porque es fruto del vínculo de amor en el
que todos somos regenerados, el vínculo de amor con Cristo, como nos ha
recordado el pasaje de Pablo leído al inicio. A partir de su fidelidad, de su
ternura, de su generosidad, miramos con fe al matrimonio y a toda vocación y
comprendemos el sentido pleno de la sexualidad. La criatura humana, en su
inseparable unidad de espíritu y cuerpo y en su polaridad masculina y femenina,
es una realidad muy buena, destinada a amar y a ser amada. El cuerpo humano no
es un instrumento de placer, sino el lugar de nuestra llamada al amor y en el
amor auténtico no hay espacio para la lujuria y para su superficialidad. ¡Los
hombres y las mujeres se merecen más que eso! Por lo tanto, la Palabra «No
cometerás adulterio», aunque expresada en forma negativa, nos orienta a nuestra
llamada original, es decir, al amor nupcial pleno y fiel, que Jesucristo nos
reveló y donó. (cf. Romanos 12, 1).
7º Mandamiento: No robarás
Queridos
hermanos y hermanas, buenos días.
Continuando
con la explicación del Decálogo, hoy llegamos a la séptima Palabra: «No
robarás».
Escuchando
este mandamiento pensamos en el tema del robo y del respeto de la propiedad
ajena. No existe cultura en la que el robo y la confiscación de bienes sean
algo lícito; la sensibilidad humana, en efecto, es muy susceptible en lo que
respecta a la defensa de lo propio.
Pero vale la pena que nos dispongamos a
hacer una lectura más amplia de esta Palabra, focalizando el tema de la
propiedad de los bienes a la luz de la sabiduría cristiana. En la doctrina
social de la Iglesia se habla de destino universal de los bienes.
¿Qué significa? Escuchemos lo que dice el Catecismo: «Al comienzo
Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad
para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se
beneficiara de sus frutos. Los bienes de la creación están destinados a todo el
género humano» (n. 2402).
Y
también: «El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque
la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su
derecho y de su ejercicio» (n. 2403). La Providencia, sin embargo, no
dispuso un mundo «en serie», existen diferencias, condiciones diversas,
culturas diversas, así se puede vivir atendiéndose los unos a otros. El mundo
es rico en recursos para asegurar a todos los bienes primarios. Y sin embargo,
muchos viven en una escandalosa indigencia y los recursos, usados sin criterio,
se van deteriorando.
Pero
el mundo es uno solo. La humanidad es una sola. La riqueza del mundo, hoy, está
en las manos de la minoría, de pocos, y la pobreza, es más, la miseria y el
sufrimiento, en las de tantos, de la mayoría. Si en la tierra existe el hambre, no es porque falta la comida. Es más,
por las exigencias del mercado se llega a veces a destruirla, se tira. Lo que
hace falta es un empresariado libre y de grandes horizontes, que asegure una
adecuada producción, y una perspectiva solidaria, que asegure una justa
distribución.
Dice
también el Catecismo: «El hombre, al servirse de esos bienes, debe
considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino
también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino
también a los demás» (n.2404). Cada riqueza, para ser buena, tiene que tener
una dimensión social. En esta perspectiva, aparece el significado positivo y
amplio del mandamiento «No robarás». «La propiedad de un bien hace de su dueño
un administrador de la providencia» (ibíd.). Nadie es dueño absoluto de
los bienes: es un administrador de los bienes. La posesión es una
responsabilidad. «Pero yo soy rico en todo...» —esta es una responsabilidad que
tienes. Y todo bien arrebatado a la lógica de la Providencia de Dios traiciona,
traiciona en el sentido más profundo. Lo que verdaderamente poseo es lo que sé
donar.
Esta
es la medida para valorar cómo soy capaz de gestionar las riquezas, si bien o
mal; esta palabra es importante: lo que
poseo verdaderamente es lo que sé donar. Si yo sé donar, estoy abierto,
entonces soy rico no sólo con lo que poseo, sino también en la generosidad,
generosidad también como un deber de dar la riqueza, para que todos participen
de ella. En efecto, si no soy capaz de donar algo, es porque esa cosa me posee,
tiene poder sobre mí y soy esclavo de ella. La posesión de bienes es una
ocasión para multiplicarlos con creatividad y usarlos con generosidad, y así
crecer en la caridad y en la libertad. Cristo mismo, aun siendo Dios, «no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo» (Filipenses 2,
6-7) y nos enriqueció con su riqueza (cf. 2 Corintios 8, 9).
Mientras la humanidad se fatiga para tener más, Dios la redime haciéndose
pobre: aquel hombre crucificado pagó por todos un rescate inestimable por parte
de Dios Padre, «rico en misericordia» (Efesios 2, 4; cf. Santiago 5,
11). Lo que nos hace ricos no son los bienes sino el amor. Muchas veces hemos sentido lo que el pueblo de Dios dice: «el diablo
entra por los bolsillos». Se comienza con el amor hacia el dinero, el apetito
de poseer; después viene la vanidad: «Ah, soy rico y presumo de ello»; y al
final, el orgullo y la soberbia. Este es el modo de actuar del diablo en
nosotros. Pero la puerta de entrada son los bolsillos. Queridos hermanos y
hermanas, una vez más Jesucristo nos revela el pleno sentido de las Escrituras.
«No robarás» significa: ama con tus bienes, aprovecha tus medios para amar como
puedas. Entonces tu vida será buena y la posesión se convertirá verdaderamente
en un don. Porque la vida no es un tiempo para poseer sino para amar. Gracias.
Conclusión.-
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En
la catequesis de hoy, que concluye el recorrido sobre los Diez Mandamientos,
podemos utilizar como tema clave el de
los deseos, que nos permite recorrer el camino hecho y resumir las etapas
llevadas a cabo leyendo el texto del Decálogo, siempre a la luz de la plena
revelación en Cristo.
Partimos de la gratitud como base de la
relación de confianza y de obediencia: Dios, hemos visto, no pide nada antes de
haber dado mucho más. Él nos invita a la obediencia para rescatarnos del engaño
de las idolatrías que tanto poder tienen en nosotros. De hecho, buscar la
realización propia en los ídolos de este mundo nos vacía y nos esclaviza,
mientras que lo que da talla y consistencia es la relación con Él, que, en
Cristo, nos hace hijos a partir de su paternidad. (cf. Efesios 3,
14-16).
Esto
implica un proceso de bendición y de liberación, que son el reposo verdadero,
auténtico. Como dice el Salmo: «En Dios
solo el descanso de mi alma, de Él viene mi salvación» (Salmo 62,
2). Esta vía liberada se convierte en acogida de nuestra historia personal y
nos reconcilia con aquello que, desde la infancia hasta el presente, hemos
vivido, haciéndonos adultos y capaces de dar el peso justo a las realidades y a
las personas de nuestra vida. Por ese camino entramos en la relación con el
prójimo que, a partir del amor que Dios muestra en Jesucristo, es una llamada a
la belleza de la fidelidad, de la generosidad y de la autenticidad.
Pero
para vivir así —es decir, en la belleza de la fidelidad, de la generosidad y de
la autenticidad— necesitamos un corazón
nuevo, inhabitado por el Espíritu Santo (cf. Ezequiel 11, 19;
36, 26). Yo me pregunto: ¿Cómo sucede este «trasplante» de corazón, del corazón
viejo al corazón nuevo? A través del don de los deseos nuevos (cf. Romanos 8,
6); que son sembrados en nosotros por la gracia de Dios, de modo particular
a través de los Diez Mandamientos cumplidos por Jesús, como Él enseña en el
«discurso de la montaña» (cf. Mateo 5, 17-48). De hecho, en la contemplación de la vida
descrita por el Decálogo, es decir, una existencia grata, libre, auténtica,
benediciente, adulta, custodia y amante de la vida, fiel, generosa y sincera,
nosotros, casi sin darnos cuenta, nos encontramos frente a Cristo. El
Decálogo es su «radiografía», lo describe como un negativo fotográfico que deja
aparecer su rostro —como en la Sábana santa—. Y así el Espíritu Santo fecunda
nuestro corazón poniendo en él los deseos que son un don suyo, los deseos del
Espíritu. Desear según el Espíritu, desear al ritmo del Espíritu, desear con la
música del Espíritu.
Mirando
a Cristo vemos la belleza, el bien, la verdad. Y el Espíritu genera una vida
que, siguiendo estos deseos suyos, provoca en nosotros la esperanza, la fe y el
amor.
Así
descubrimos mejor lo que significa que el
Señor Jesús no ha venido para abolir la ley sino para darle cumplimiento, para
hacerla crecer y mientras la ley según la carne era una serie de prescripciones
y de prohibiciones, según el Espíritu esta misma ley se convierte en vida.
(cf. Juan 6, 63; Efesios 2, 15), porque ya no
es una norma, sino la carne misma de Cristo, que nos ama, nos busca, nos
perdona, nos consuela y en su Cuerpo recompone la comunión con el Padre,
perdida por la desobediencia del pecado. Y así, la negatividad literaria,
la negatividad en la expresión de los mandamientos —«no robarás», «no
insultarás», «no matarás»— ese «no» se transforma en un comportamiento
positivo: amar, dejar un lugar a los demás en mi corazón, todos los deseos que
siembran positividad. Y esta es la plenitud de la ley que Jesús ha venido a
traernos.
En
Cristo, y solo en Él, el Decálogo deja de ser una condenación (cf. Romanos 8,
1) y se convierte en la auténtica verdad de la vida humana, es decir, deseo de
amor —aquí nace un deseo del bien, de hacer el bien— deseo de alegría, deseo de
paz, de magnanimidad, de benevolencia, de bondad, de fidelidad, de mansedumbre,
dominio de sí. Desde esos «no» se pasa a este «sí»: la actitud positiva de un
corazón que se abre con la fuerza del Espíritu Santo.
He
aquí para lo que sirve buscar a Cristo en el Decálogo: para fecundar nuestro
corazón para que esté cargado de amor y se abra a la obra de Dios. Cuando el
hombre sigue el deseo de vivir según Cristo, entonces está abriendo la puerta a
la salvación, la que no puede hacer otra cosa que llegar, porque Dios Padre es
generoso y como dice el Catecismo, «tiene sed de que el hombre tenga sed de Él»
(n. 2560).
Si
hay deseos malos que contaminan al hombre (cf. Mateo 15,
18-20), el Espíritu depone en nuestro corazón sus santos deseos, que son el
germen de la vida nueva (cf. 1 Juan 3, 9). La vida nueva, de hecho, no es el esfuerzo titánico para ser
coherentes con una norma sino que la vida nueva es el Espíritu mismo de Dios
que empieza a guiarnos hasta sus frutos, en una sinergia feliz entre nuestra
alegría de ser amados y su alegría de amarnos. Se encuentran dos alegrías: la
alegría de Dios de amarnos y nuestra alegría de ser amados.
He
aquí lo que es el Decálogo para nosotros cristianos: contemplar a Cristo para
abrirnos a recibir su corazón, para recibir sus deseos, para recibir su Santo
Espíritu.