Es sorprendente la extensión con la que el
evangelio de san Juan describe la Última Cena. Los capítulos 13, 14, 15, 16 y
17 de su evangelio los dedica a narrar todo lo que allí vivieron los discípulos
con Jesús. Los otros evangelistas nos describen la institución de la eucaristía,
el anuncio de la traición de Judas y que cantaron los himnos. En Juan parece
que la experiencia de aquella cena, que vivirían entre el estupor y el miedo,
se ve enriquecida por las experiencias en las que al partir el pan Jesús
Resucitado vino realmente a ellos y los colmó con su Vida.
En el relato de la Última Cena, san Juan
nos permite escuchar palabras luminosas, hondas, apenas comprendidas, pero que
llenan de paz el alma: “un mandamiento os doy, que os améis como yo os he
amado”; “yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie va al Padre sino por
mí”; “os dejo mi paz, mi paz os doy; “ya no os llamo siervos, a vosotros os
llamo amigos”…
“El que me ama guardará mi palabra, y mi
Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”, resonará en nuestros
templos el próximo domingo cuando el evangelio sea proclamado. El Señor nos
anticipa una experiencia religiosa profunda y plenificadora, una experiencia
mística. Como aquella que siglos más tarde intentó expresar san Juan de la
Cruz: ¡Oh llama de amor viva/ que tiernamente hieres/ de mi alma en el más
profundo centro!/ Pues ya no eres esquiva/ acaba ya si quieres,/ ¡rompe la tela
de este dulce encuentro!
A esta experiencia somos llamados en cada
eucaristía. ¿Qué habremos hecho para llegar a llamarla “precepto dominical”?