Las religiones fueron poco a poco purificando su imagen
de la divinidad. Desde comienzos groseros y primitivos en los que un animal
poderoso y temible, o una montaña grande y peligrosa eran “tabú”, y eran
llamados dioses; hasta ir comprendiendo que Dios es fuente de bien y dador de
vida, de tal manera que adoraron al Sol como si fuera el dios verdadero. El
antropomorfismo politeísta de muchas culturas, donde los dioses tenían pasiones
demasiado humanas, fue purificándose hasta comprender que lo divino tenía que
ser una esencia pura, simple, incognoscible, fundamento de todo. El monoteísmo
fue ganando, poco a poco, sobre todo a las clases más cultas desde el oriente
al occidente. Las personas más espirituales comprendieron que Dios era Uno,
Bien, Verdad, Belleza.
Pero Jesucristo lo alteró todo. Él, que hablaba de Dios
como Padre de Misericordia, después de su resurrección, fue comprendido como
igual a Dios. Los apóstoles podían dudar de todo, menos de que en Jesús se
habían encontrado con el Rostro del Inefable, con la Misericordia del
Todopoderoso, con la Belleza del que todo lo hizo. Y así tuvieron que
comprender que la divinidad no era la simplicidad racional que sus mentes
intuían. Dios mismo se les había revelado como Padre, Hijo y Espíritu, y la
alteridad estaba en la realidad misma de Dios.
Lo distinto se compenetra en un amor que une sin
confundir. Lo distinto enriquece haciendo saltar todos los límites. Lo diverso
nos hace vivir en el encuentro, en el mismo salir. Lo distinto prueba nuestra
misma humanidad; y acoger y entregarnos al otro, como otro, nos hace ser
nosotros mismos en realidad.
Imagen de Cathopic.