La
virtud, salvando interpretaciones sesgadas y mezquinas, es la fuerza de la
persona para afrontar las dificultades de su vida y rechazar el mal que bajo
agradable apariencia puede seducirnos. La virtud nos hace personas fiables,
valientes, generosas, alegres. Querríamos que nuestros amigos y nuestros hijos
fueran así: hombres y mujeres con decisión moral para vivir en el bien.
Pero
uno puede ser bueno y faltarle las ganas de serlo. Uno puede languidecer y
sentir que le falta la vida, haciendo todo lo que tiene que hacer. Le puede
faltar el deseo de vivir, de amar; puede faltarnos a veces la esperanza y la
confianza incondicional como fundamento de nuestra vida. Podemos ser buenos,
pero faltarnos la virtud que le dan vida al corazón: la fe, la esperanza, el
amor. Esta fuerza vital y humana que nos permite trascendernos no la podemos
“ganar”, es siempre un regalo de la Vida, de Dios. ¿Quién podrá obligarse a
sonreír plácidamente con el juego de los niños?, ¿o a amar a quien con nosotros
comparte muchas horas del día?, ¿quién puede forzarse a hacerlo?
La
eucaristía de cada semana, de cada día, es fuente de amor, de esperanza y de fe
para el que cree. Al comulgar el pan de Cristo nos sabemos injertados en su
misma vida. Él es la vid y nosotros los sarmientos. Él nos da la esperanza de
que en Él podemos confiar y descansar. La eucaristía de cada semana, de cada
día, nos impulsa a amar por encima de lo que somos, porque el amor de Cristo
nos urge a amar a nuestros hermanos, al sabernos amados incondicional e
inmerecidamente por Él. ¿Cómo dejar de acudir al manantial de virtud, de fuerza
vital y de bondad, que Cristo mismo nos regala?